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Cómo nació El motel del voyeur, el libro que le tomó 30 años a Gay Talese

Por Ángel Castaño Guzmán/ El Espectador | 20 Febrero, 2017 - 10:38
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La historia recopila escenas eróticas y privadas de los clientes de un alojamiento ubicado en la populosa avenida de una pequeña ciudad.

Las historias nadan en aguas profundas, lejanas. De mil, solo una vez el material para un suculento artículo llama a la puerta de un periodista: eso le ocurrió al renombrado escritor italoamericano Gay Talese el 7 de enero de 1980. Ese día llegó a su casa en Nueva York una carta manuscrita en la cual un locuaz sujeto de mediana edad le confiesa con pocas reticencias un secreto visceral: desde hace varios años husmea en la intimidad de los huéspedes de su motel –sí, a la manera de Norman Bates–.
 
El tono de la misiva revela de entrada algo que el lector ratificará de la mano de Talese a lo largo de las 225 páginas de El motel del voyeur (Alfaguara, 2017): el carácter polifacético de Gerald Foos. Convencido del cariz científico de su empresa, Foos recopiló durante más de dos decenios escenas eróticas y privadas de los clientes del motel Manor House, ubicado en la populosa avenida de una pequeña ciudad gringa, alejada del brillo de la Gran Manzana o de Las Vegas.
 
Sin remordimiento alguno, el voyeur –palabra con la que Foos se designa a sí mismo en las cuartillas de Diario de un voyeur, la principal fuente documental del libro aquí comentado– describe y glosa la manera como los visitantes de su negocio se entregan al deporte más antiguo y travieso: el de buscar el placer en los recodos de la carne. Delante de las ávidas pupilas del protagonista del reportaje pasan las lentas pero profundas transformaciones culturales desatadas por la revolución sexual de mediados de los sesenta del siglo XX: la salida del clóset de parejas interraciales, lesbianas y homosexuales; la irrupción pública de prácticas amatorias colectivas, entre otras. El humor, no obstante la apariencia escabrosa del asunto, no falta en los fragmentos de la obra de Foos citados por Talese. Verbigracia, Foos acaricia en sus ratos de ocio una divertida y peregrina idea: se cree capaz de comunicarse telepáticamente con una fémina si esta acaba de masturbarse en la soledad de un cuarto.
 
La amistad por correspondencia entre Foos y Talese superó el umbral de las tres décadas, incluso a pesar del cortés duelo: el primero decidió contarle al periodista hasta la minucia de su singular pasatiempo con la exigencia de no revelar su identidad. Ante tal pedido, Talese archivó la idea de escribir sobre el fisgón: un ítem de su código profesional lo obliga a llamar siempre con nombres reales a sus fuentes. Con los naturales altibajos de una relación tan peculiar, la de Talese y Foos resistió el paso del tiempo gracias a la insistencia de éste de hacer cómplice de sus andanzas al veterano reportero. En varios pasajes del relato, el autor cuestiona su papel de confesor y su eventual deuda con la justicia norteamericana por conocer en detalle la práctica delincuencial de Foos al invadir la privacidad de cientos de anónimos ciudadanos y no denunciarlo.
 
Le es imposible no trazar un paralelo entre el oficio del cronista y el del mirón, pues el combustible de ambos es el profundo interés por el fenómeno humano, los dos reservan asientos en la platea mientras a sus anchas observan a diestra y siniestra. En el sprint de su vida, Foos decidió darle por fin luz verde a Talese para escribir con completa libertad su historia, la de un hombre consagrado de cuerpo y alma a mirar con fascinación no desprovista de morbo las pequeñas miserias de la gente.
 
Talese, haciendo gala de talento narrativo, teje el retrato de Foos a partir de lo que el hotelero dice de los demás. No deja de ser estupendo el cierre del libro: Foos y su segunda esposa, Anita, caminan, acompañados por Talese, en el terreno donde antaño estaba su laboratorio de espionaje. La antes hambrienta retina de Foos recorre las ruinas de su vida y no deja de percatarse de la cantidad asombrosa de cámaras de vigilancia, de los mil ojos del gobierno yanqui.