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El "power suit" femenino cada vez más fuerte

Por Pía Supervielle/ El Observador | 30 Octubre, 2018 - 11:01
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Una de las tendencias que más potencia están tomando a nivel mundial, de la mano de celebridades y diseñadores, son los trajes para mujeres.

La modelo Cara Delevingne llega a un casamiento de la realeza británica con un smoking negro de Emporio Armani. Lady Gaga sube a recibir un premio con un traje oversize de Marc Jacobs. Meghan Markle se va de gira oficial junto al príncipe Harry y se lleva, en sus múltiples y versátiles opciones, un blazer de la colección diseñada por su amiga la tenista Serena Williams. Beyoncé aparece en el Louvre, con la Mona Lisa de fondo, vestida con un conjunto de chaqueta y pantalón rosado de Peter Pilotto. No son excepciones, ni casos aislados, ni coincidencias. Cada una de esas imágenes –la mayoría viralizadas– son un muestrario rápido de un estado de situación evidente: el traje dejó de ser –hace tiempo– cosa de hombres. 

Pero el camino fue sinuoso. Y lo que se da por sentado, en la segunda década del siglo XXI fue una conquista que se logró después de  unas cuantas batallas. 

No es casualidad que el traje inunde las pasarelas de Nueva York, Milán, Londres y París para las colecciones del otoño-invierno boreal. La unión del pantalón con el blazer o la chaqueta no es una tendencia porque sí, la moda (en el sentido serio de su palabra) tiene –pese a quien le pese– una explicación. 

En un video que enumera los mejores momentos de la semana de la moda de Nueva York de febrero, Anna Wintour –directora de la versión estadounidense de Vogue– dice lo siguiente: “Un desfile de moda no existe en un espacio vacío, es un reflejo de nuestra cultura. El gran cambio cultural en los últimos meses está vinculado con las mujeres y cómo han sido tratadas en sus espacios de trabajo. No hay manera de que esto no esté en la cabeza de los diseñadores”.  

Así que el traje –nombrado en el mundo anglosajón como power suit– se convirtió en una de las tendencias más calientes para los meses de frío del hemisferio norte. El goteo tiene un tiempo ya. 

Dos años antes  de los movimientos #MeToo y #Timesup, un puñado de grandes firmas de moda –Céline y Jil Sander– decidieron  llevar a su pasarela nuevas versiones de la unión entre el pantalón y el blazer. Desde ese entonces, temporada tras temporada, la presencia del traje en los desfiles de alto impacto crece. Tanto es así que los medios especializados de Estados Unidos e Inglaterra hablan del regreso del traje y sus implicancias en un año en que el feminismo se apoderó de los titulares, de las calles y de la conversación.

 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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Primero fue el pantalón

En su libro Historia política del pantalón de 2012, Christine Bard elige usar como imagen de portada  una foto del primer pantalón sastre de Yves Saint Laurent. Era 1967. Todavía no había llegado el Mayo Francés, pero la mujer había roto unas cuantas barreras. Podía, por ejemplo, usar determinadas prendas valoradas como masculinas.

Casi dos décadas antes, Simone de Beauvoir escribió en El segundo sexo –considerado uno de los grandes manifiestos feministas del siglo XX– lo siguiente: “No hay nada tan poco natural como vestirse de mujer; sin duda la ropa masculina también es un artificio, pero es más cómoda y está hecha para favorecer la acción en lugar de entorpecerla”.

La norma, entonces, no era la de hoy. En Historia política del pantalón, Bard explica el simbolismo que tenía la prenda: “Es el marcador del sexo/género más importante para la historia occidental de los dos últimos siglos. Se erige como emblema de la virilidad. Ahora bien, con la Revolución francesa, el pantalón también se asocia estrechamente a los valores republicanos y se convierte en el siglo XIX en uno de los elementos del nuevo régimen indumentario, que refleja el orden burgués y patriarcal que se establece. (...) Reservado para los hombres, prohibido para las mujeres, el pantalón permite establecer un inquietante paralelismo con la esfera política. La conquista del símbolo por parte de las mujeres solo puede expresar el deseo de la igualdad de los sexos”. 

Tuvieron que pasar más de 200 años para que la ordenanza de la jefatura de París –firmada el 7 de noviembre de 1800– que prohibía a las mujeres el uso de prendas del sexo opuesto quedara obsoleta. Dice Bard que las mujeres salieron victoriosas en esto de la igualdad en términos de vestimenta. Pero antes pasaron varias mujeres –algunas públicas y otras anónimas– que pelearon mucho por su derecho a usar pantalón. Y hasta no hace demasiado, en el mundo occidental, para entrar a restaurantes, a la Asamblea General de París, a los juzgados y hasta ir a trabajar a las oficinas de prestigiosas revistas de moda, las integrantes del género femenino debían vestir polleras o vestidos. 

El desembarco masivo de las mujeres en el mundo empresarial –sobre todo en Estados Unidos y retratado en el clásico del cine Secretaria ejecutiva– logra que el pantalón se popularice. Claro que antes, sobre fines de la década de 1960, Saint Laurent (con su celebrado smoking), André Courrèges, Chanel, Sonia Rykiel hicieron que esto fuera posible al diseñar pantalones y chaquetas con la mujer en la mente.  

De pronto, en las grandes ciudades, las mujeres más poderosas y más interesantes se empezaron a vestir de traje. ¿Cómo no pensar de inmediato en la tapa del disco Horses, donde Patti Smith fotografiada por Robert Mapplethorpe lleva puesta una camisa y un blazer de hombre con un par de jeans oscuros? 

En 1843 Catherine Barmy escribió en Londres el texto The Demand of The Emancipation of Women: “La mujer es esclava de las instituciones políticas, pero también sierva de las reglas sociales; las costumbres, sobre todo en el vestir, la tiranizan. Se necesitan prendas nuevas para la free woman”. Entre los 60 y los 80 la mujer –libre, dueña de sus decisiones– se adueñó de esas prendas que, históricamente, eran de los hombres. El pantalón, el traje, el pelo corto ya no entienden de masculino/femenino.

El poder de las prendas

Angela Merkel, Hillary Clinton, Theresa May, Christine Lagarde. El traje y su poder va de la mano de las mujeres líderes en el mundo. La sastrería dejó de ser hace rato una manera de uniformizar a hombres y mujeres. El traje se lleva con elegancia y alcanzan los ejemplos que años tras año aparecen en acontecimientos de altísimo impacto, como las alfombras rojas de la temporada de premios al cine. Así se demuestra que la combinación del pantalón con el blazer sale de la oficina y brilla en la calle e incluso en acontecimientos sociales nocturnos. El traje es, entonces, un ejemplo notorio del empoderamiento femenino en todos los ámbitos. Y, claro, es la demostración de una nueva mujer que necesita estar cómoda. Pero que no por eso está dispuesta a sacrificar su gusto por la moda. 

May, primera ministra de Inglaterra, fue contundente en una entrevista en octubre de 2016: “Uno de los desafíos de las mujeres en política, en las empresas, y en todas las áreas de la vida laboral es ser nosotras mismas y demostrar que podemos ser inteligentes al mismo tiempo que nos guste la ropa”. 

La industria de la moda escuchó y entendió. Los íconos populares hicieron lo suyo al colocar el traje en varias de las imágenes más vistas de internet (el video de Beyoncé junto a Jay-Z en el Louvre, por ejemplo, lleva en cuatro meses casi 130 millones de views).  

Así que, por si todavía no lo notaron, es probable que por estas zonas el traje inunde con mucho ímpetu los espacios públicos y privados de las mujeres. Y, según dicen los estudiosos, esto no es pasajero.

Foto: Instagram de Cara Delevingne.