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La Antigua, un rincón que entrelaza historias en América Central

Por Arcelia Lortia/ El Economista | 26 Septiembre, 2016 - 15:30
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Otrora capital de Guatemala, la ciudad convoca a descubrir su pasado y presente, a través de sus casonas coloniales que se mezclan con los tonos sepia de sus construcciones.

El reloj marca las seis de la mañana. Los rayos del sol comienzan a despuntar iluminando los tres volcanes que custodian esta ciudad. Al mismo tiempo, la fachada de la catedral se tiñe, por minutos, de amarillo y la Plaza Mayor se llena de color con los trajes típicos de las mujeres mayas.
 
Así amanece en La Antigua, la otrora capital de Guatemala, que más allá de ser uno de los principales destinos turísticos de este país centroamericano, es un cachito de tierra que cuenta los episodios de su historia.
 
Y es que este lugar fue devastado por la peste, arrasado por inundaciones y destruido por terremotos, pero pese a esos acontecimientos ha sabido resurgir una y otra vez. Hoy, sus gruesos muros, calles quietas y plazas apacibles cuentan, entre susurros, aquellos sucesos que la marcaron.
 
Pese haber sido una ciudad proscrita y abandonada, poco a poco, la población regresó. Sus calles volvieron a ver andar a la gente, sus mercados otra vez se llenaron de colores y las viejas construcciones coloniales, nuevamente, fueron habitadas.
 
Tras resurgir del olvido y por su inmenso valor histórico y cultural, en 1979, fue declarada Patrimonio Cultural de la Humanidad por la Unesco, hecho que influyó en que la ciudad se convirtiera en un imán para los turistas interesados, principalmente, en la cultura.
 
Testimonios en piedra
 
La Plaza Mayor es el punto de partida para descubrir y redescubrir el pasado y presente de esta ciudad. Desde allí, se observa, claramente, cómo las coloridas construcciones coloniales se entrelazan, mágicamente, con sus edificaciones en ruinas y como su gente se resiste a dejar en el olvido sus raíces y tradiciones.
 
El murmullo de la plaza obliga primero a explorarla y luego a mirar sus alrededores. Un par de mujeres mayas, unas de las tantas que viven en La Antigua, ofrecen a los viajeros sus coloridos textiles y, mientras deambulan entre las áreas ajardinadas, parecen presumir sus trajes típicos.
 
 
Entre las edificaciones que custodian el jardín principal de la ciudad, sobresale una fachada barroca de argamasa blanca, estilo arquitectónico que sorprende y motiva a preguntar si es la catedral, para después enterarse de que ese inmueble, también conocido como la Parroquia de San José Catedral, comenzó a construirse en 1542, pero fue hasta 1680 cuando se concluyó, debido a los diversos terremotos que azotaron esas tierras y que provocó, más de una vez, derrumbarla.
 
Pareciera que esa edificación ya no puede sorprender más, pero al darse cuenta de que la catedral está compuesta por dos estructuras, los viajeros suelen quedarse sin aliento, pues en el interior es posible admirar sus 18 capillas laterales, así como los espléndidos adornos de estuco que datan del siglo XVII; mientras que en la parte posterior se encuentra las ruinas de la que fuera la antigua catedral con las columnas de la cúpula y las pechinas decoradas con ángeles labrados, aún en pie.
 
Al salir de esta edificación religiosa, la arquería de piedra maciza del Palacio de Ayuntamiento hace caminar, sin titubeos, hacia allá. Al ingresar, las escaleras invitan a visitar el siguiente nivel. Ahí, la vista tanto de la Plaza Mayor como de la catedral y de otras edificaciones coloniales motiva a continuar explorando este colorido destino.
 
Muy cerca de ahí está el Museo de Armas de Santiago de los Caballeros, así que después de observar la urbe, es momento de conocer la completa colección de armas, esculturas, pinturas y mobiliario colonial de este recinto.
 
La Quinta Avenida Norte lleva, directamente, a uno de los iconos de La Antigua: sí, es el deslumbrante Arco de Santa Catalina, que fue construido para conectar el convento con el centro de estudios de las monjas; a través de éste podían desplazarse de un edificio a otro sin ser vistas.
 
Hoy su tonalidad amarilla hace brillar la urbe y junto con su famoso reloj son un imperdible de la ciudad. Actualmente, esa vía que es conocida como la Calle del Arco está repleta de cafés, restaurantes, galerías de arte e incontables establecimientos de artesanías.
 
 
El Arco de Santa Catalina, emblema de la ciudad, fue construido para conectar el convento con el centro de estudios de las monjas y así evitar que fueran vistas mientras se desplazaban de un edificio a otro.
Otras de las edificaciones emblemáticas y coloridas de este destino guatemalteco son la Iglesia de La Merced de estilo barroco, el Tanque de La Unión y la fuente Las Sirenas.
 
Mientras que el Convento de Santa Clara, el Convento de La Recolección, el Convento de Capuchinas, el Convento del Carmen y el Palacio Arzobispal muestran los gruesos muros corroídos, color sepia, de una ciudad que ha sufrido cambios inesperados.
 
Escondite colorido
 
Después de explorar coloridas construcciones y otras edificaciones en tonos sepia que hacen pensar que el tiempo se hubiese detenido, es momento de descubrir el rostro más artístico de la ciudad, ése que toma forma gracias a las manos de sus artesanos.
 
El mercado de artesanías y textiles, ubicado en el interior del Convento del Carmen, está repleto de artesanos por herencia, que quizás no eligieron este oficio, pero las circunstancias, tradiciones y costumbres de sus antepasados los orillaron a hacerlo.
 
Aquí, dicen los guías, diariamente se van hilvanando historias, además de artesanías que los turistas compran como si en cada pieza se llevaran un pedacito de La Antigua.
 
Aunque los artesanos casi no hablan, cuando deciden hacerlo, lo hacen con voz baja, como si el sonido de su voz pudiese robarse el talento de sus manos.
 
Entre vestidos, objetos de cerámica, joyería de plata y oro, cestos de fibras vegetales, así como guitarras y violines de madera de pino y cedro, es fácil perderse por los coloridos pasillos de este singular mercado.
 
Los rayos de sol empiezan a ocultarse. Las tonalidades naranjas y rojizas, nuevamente, iluminan los tres volcanes, las calles empedradas y la imponente fachada blanca de la catedral, pero esta vez parece que la ciudad guatemalteca se despide, esperando, dicen sus habitantes, a que los viajeros regresen.