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La obra teatral inspirada en Macbeth que agota taquilla desde 2011

Por Juliana Muñoz Toro/ El Espectador | 6 Marzo, 2017 - 09:04
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Crónica, o acaso sueño, de “Sleep no more”, uno de los montajes de inmersión más famosos del mundo.

Usted está en el lobby de un hotel. Del hotel McKittrick, para ser precisos. Piense en el hotel de Vértigo, de Hitchcock, o en Ojos bien cerrados, de Kubrick. Todo ese rojo, la mínima luz, el diván anticuado, el retrato de un viejo familiar. Sensualidad y misterio. La máscara. La máscara es vital. Usted ahora es otro, un anónimo, un mudo, un fantasma que puede atravesar las paredes y abrir los cajones.
 
Recibe una carta. El tres de corazones, digamos. Espere su llamado. Ahora lo invitan a un elevador y lo dejan a su suerte en un piso cualquiera con algunas instrucciones: no tome fotos, no hable, no toque a los actores, no se quite la máscara bajo ninguna circunstancia. Olvídese del camino sugerido, usted dejó de ser parte de la multitud. “El viaje de cada uno es único”, le dicen.
 
 
Del ascensor ha llegado a un cementerio. Siga adelante. Usted duda si las estatuas han de moverse. No se preocupe, no es una casa del terror. El miedo, el verdadero, sólo está en su mente. En el centro del espacio usted llega a una habitación. Una mujer, sin máscara, se retuerce en la cama. Se cubre y descubre con las sábanas de satín. Da un brinco y llega a la bañera. Acérquese para que pueda ver las gotas de sangre tiñendo el agua, las cartas a Lady Macbeth con la tinta humedecida. Puede, al fin, leer la correspondencia ajena, reconciliarse con su voyeur secreto y hasta ver a la actriz cambiarse la ropa fingiéndose sola.
 
Suba las escaleras. Una taberna. Ya sabrá que el espacio no tiene sentido. No hay adentro, no hay afuera. Dos hombres pelean o bailan. Mejor, es un baile con violencia, un performance. Salen corriendo por un corredor. Sígalos, si puede. Son rápidos, está oscuro y, además, los demás fantasmas no tienen modales. Lo empujarán, se abrirán camino de cualquier manera con tal de encontrar el hilo de una historia. Ya sabrá, una vez más, que la historia tampoco tiene sentido. Sólo sabe que fue inspirada en Macbeth.
 
 
Usted llega a la calle de un pueblo de los años 30. Hay música de fondo. A veces serán fragmentos de las bandas sonoras de Hitchcock y otras, canciones como Goodnight Children, Everywhere. Olvide a los actores. Entre a las casas, hurgue las gavetas y armarios, mire los ojos de los animales en el taller del taxidermista, robe dulces de la botica, fíjese en qué página está abierto ese libro sobre la mesa. Cada detalle existe por algún motivo.
 
Vaya a otro piso. Hay cercas como de la Primera Guerra Mundial. Dos enfermeras se encuentran y desencuentran. Una de ellas entra a una pequeña casa y se asoma por la ventana. Pretenderá no estar viendo a nadie, pero no se deje engañar. Sí mira y lo mira a usted. Quédese al frente cuanto haga falta si acaso quiere ser el elegido. Al fin, ella lo toma de la mano y lo invita a la casa. Cierra puerta y ventana. Los fantasmas están celosos. Ella le da un té a cucharadas, le toca la frente. “Así está mejor”, murmura. Escuche con atención la premonición. Su voz es apenas un susurro. Usted tiembla. Ella está tan cerca que puede identificar el olor almendrado de su aliento. Sus miradas son de cíclope. “Hubo una vez una niña sin padre y sin madre. Una niña sola en la tierra…”. Permanezca ahí hasta que ella decida sacarlo.
 
 
Hay más pisos, instantes de tensión, escenarios como museo en donde todo lo inanimado se puede tocar, bailes de contacto y cuerpos etéreos, lenguaje sin palabras. Siga su propio recorrido con los cinco sentidos hasta que, un par de horas más tarde, todos los caminos lo lleven al gran salón y la obra culmine con un gran baile, o, si prefiere, léase “orgía”, entre brujas calvas, caballeros cubiertos de sangre y personajes que son hombre y mujer a la vez. La esencia trágica de Shakespeare al fin le será revelada.