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Lo que "Cien años de soledad" le debe a "La hojarasca"

Por Nelson Freddy Padilla/ El Espectador | 15 Junio, 2017 - 10:38
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En su autobiografía “Vivir para contarla”, Gabriel García Márquez revela cómo aprendió de sus ejercicios de ficción hasta construir su obra canónica.

Mario Vargas Llosa fue el primero en advertirlo, primero en su investigación sobre su entonces amigo Gabriel García Márquez titulada “Historia de un deicidio”, y luego en el ensayo “Realidad total, novela total”, incluido por las academias de la lengua española en la edición conmemorativa de Cien años de soledad, publicada en 2007.  En este último fue contundente: “El proceso de edificación de la realidad ficticia, emprendido por García Márquez en el relato ‘Isabel viendo llover en Macondo’ y en La hojarasca, alcanza con Cien años de soledad su culminación: esta novela integra en una síntesis superior a las ficciones anteriores, construye un mundo de una riqueza extraordinaria, agota este mundo y se agota con él”.
 
El propio García Márquez lo confirmaría en su autobiografía Vivir para contarla al recordar el surgimiento de La hojarasca, editada en 1955:
 
“No recuerdo una emoción más intensa. La editorial Losada era una entre las mejores de Buenos Aires, que habían llenado el vacío editorial provocado por la guerra civil española. Sus editores nos alimentaban a diario con novedades tan interesantes y raras que apenas si teníamos tiempo para leerlas. Sus vendedores nos llegaban puntuales con los libros que nosotros encargábamos y los recibíamos como enviados de la felicidad. La sola idea de que una de ellas pudiera editar La hojarasca estuvo a punto de trastornarme.
 
No acababa de despedir a Mutis en un avión abastecido con el combustible correcto, cuando corrí al periódico para hacer la revisión a fondo de los originales.
 
En los días sucesivos me dediqué de cuerpo entero al examen frenético de un texto que bien pudo salírseme de las manos. No eran más de ciento veinte cuartillas a doble espacio, pero hice tantos ajustes, cambios e invenciones, que nunca supe si quedó mejor o peor. Germán y Alfonso releyeron las partes más críticas y tuvieron el buen corazón de no hacerme reparos irredimibles. En aquel estado de ansiedad revisé la versión final con el alma en la mano y tomé la decisión serena de no publicarlo. En el futuro, aquello sería una manía. Una vez que me sentía satisfecho con un libro terminado, me quedaba la impresión desoladora de que no sería capaz de escribir otro mejor.
 
Por fortuna, Álvaro Mutis sospechó cuál era la causa de mi demora, y voló a Barranquilla para llevarse y enviar a Buenos Aires el único original en limpio, sin darme tiempo de una lectura final. Aún no existían las fotocopias comerciales y lo único que me quedó fue el primer borrador corregido en márgenes e interlíneas con tintas de colores distintos para evitar confusiones. Lo tiré a la basura y no recobré la serenidad durante los dos meses largos que demoró la respuesta.
 
Un día cualquiera me entregaron en El Heraldo una carta que se había traspapelado en el escritorio del jefe de redacción. El membrete de la editorial Losada de Buenos Aires me heló el corazón, pero tuve el pudor de no abrirla allí mismo sino en mi cubículo privado. Gracias a eso me enfrenté sin testigos a la noticia escueta de que La hojarasca había sido rechazada. No tuve que leer el fallo completo para sentir el impacto brutal de que en aquel instante me iba a morir.
 
La carta era el veredicto supremo de don Guillermo de Torre, presidente del consejo editorial, sustentado con una serie de argumentos simples en los que resonaban la dicción, el énfasis y la suficiencia de los blancos de Castilla. El único consuelo fue la sorprendente concesión final: «Hay que reconocerle al autor sus excelentes dotes de observador y de poeta». Sin embargo, todavía hoy me sorprende que más allá de mi consternación y mi vergüenza, aun las objeciones más ácidas me parecieran pertinentes.
 
Nunca hice copia ni supe dónde quedó la carta después de circular varios meses entre mis amigos de Barranquilla, que apelaron a toda clase de razones balsámicas para tratar de consolarme. Por cierto que cuando traté de conseguir una copia para documentar estas memorias, cincuenta años después, no se encontraron rastros en la casa editorial de Buenos Aires. No recuerdo si se publicó como noticia, aunque nunca pretendí que lo fuera, pero sé que necesité un buen tiempo para recuperar el ánimo después de despotricar a gusto y de escribir alguna carta de rabia que fue publicada sin mi autorización. Esta infidencia me causó una pena mayor, porque mi reacción final había sido aprovechar lo que me fuera útil del veredicto, corregir todo lo corregible según mi criterio y seguir adelante.
 
El mejor aliento me lo dieron las opiniones de Germán Vargas, Alfonso Fuenmayor y Álvaro Cepeda. A Alfonso lo encontré en una fonda del mercado público, donde había descubierto un oasis para leer en el tráfago del comercio. Le consulté si dejaba mi novela como estaba, o si trataba de reescribirla con otra estructura, pues me parecía que en la segunda mitad perdía la tensión de la primera. Alfonso me escuchó con una cierta impaciencia, y me dio su veredicto.
 
—Mire, maestro —me dijo al fin, como todo un maestro—, Guillermo de Torre es tan respetable como él mismo se cree, pero no me parece muy al día en la novela actual.
 
En otras conversaciones ociosas de aquellos días me consoló con el precedente de que Guillermo de Torre había rechazado los originales de Residencia en la Tierra, de Pablo Neruda, en 1927. Fuenmayor pensaba que la suerte de mi novela podía haber sido otra si el lector hubiera sido Jorge Luis Borges, pero en cambio los estragos habrían sido peores si también la hubiera rechazado.
 
—Así que no joda más —concluyó Alfonso—. Su novela es tan buena como ya nos pareció, y lo único que usted tiene que hacer desde ya es seguir escribiendo.
 
Germán —fiel a su modo ponderado— me hizo el favor de no exagerar. Pensaba que ni la novela era tan mala para no publicarla en un continente donde el género estaba en crisis, ni era tan buena como para armar un escándalo internacional, cuyo único perdedor iba a ser un autor primerizo y desconocido. Álvaro Cepeda resumió el juicio de Guillermo de Torre con otra de sus lápidas floridas:
 
—Es que los españoles son muy brutos.
 
Cuando caí en la cuenta de que no tenía una copia limpia de mi novela, la editorial Losada me hizo saber por tercera o cuarta persona que tenían por norma no devolver originales. Por fortuna, Julio César Villegas había hecho una copia antes de enviar los míos a Buenos Aires, y me la hizo llegar. Entonces emprendí una nueva corrección sobre las conclusiones de mis amigos. Eliminé un largo episodio de la protagonista que contemplaba desde el corredor de las begonias un aguacero de tres días, que más tarde convertí en el «Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo». Eliminé un diálogo superfluo del abuelo con el coronel Aureliano Buendía poco antes de la matanza de las bananeras, y unas treinta cuartillas que entorpecían de forma y de fondo la estructura unitaria de la novela. Casi veinte años después, cuando los creía olvidados, partes de esos fragmentos me ayudaron a sustentar nostalgias a lo largo y lo ancho de Cien años de soledad.
 
… Casi trece años más tarde, cuando pasé por Colombia después del lanzamiento de Cien años de soledad en Buenos Aires, encontré en los puestos callejeros de Bogotá numerosos ejemplares sobrantes de la primera edición de La hojarasca a un peso cada una. Compré cuantos pude cargar. Desde entonces he encontrado en librerías de América Latina otros saldos dispersos que trataban de vender como libros históricos. Hace unos dos años (año 2000), una agencia inglesa de libros antiguos vendió por tres mil dólares un ejemplar firmado por mí de la primera edición de Cien años de soledad”.
 
* “Vivir para contarla” es una publicación de Literatura Random House, editada en 2015, y se consigue en todas las librerías del país.