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Periodista Rodrigo Lara, autor del libro "La patria insospechada": "Es posible entender mejor nuestra historia y abrir otro futuro"

Por Claudio Pereda Madrid | 29 Enero, 2016 - 15:45
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En casi 200 páginas, la publicación incluye 26 historias que hablan de momentos variados y desconocidos de la historia chilena. "El pasado está tan abierto como el futuro", subraya el autor.

Por mucho tiempo mirar al pasado en Chile estuvo reservado sólo para los historiadores. Sin embargo, una inquietud social de las nuevas generaciones con respecto a la historia comienza a instalar preguntas novedosas, que la escuela tradicional no aborda. O no quiere.

En rigor, han habido otros momentos en que mirar hacia atrás ha sido un ejercicio exitoso para escritores y artistas, pero han sido chispazos. Instantes cortos. Hoy se vive nuevamente una hora de esas. La coyuntura sociopolítica pone su grano de arena. Entusiastas plumas hacen lo suyo.

Ya hubo oportunidad en LifeStyle para conversar con Jorge Baradit, el escritor que con su fenómeno editorial "Historia secreta de Chile" ofrece un espacio renovador al ejercicio de mirar para atrás. Lo mismo ocurrió con Francisco Ortega. Lo mejor es que esta nueva literatura también se hace con la idea de entender lo que viene.



En esa lógica, el periodista Rodrigo Lara se suma al camino. Para el editor ejecutivo de la revista AméricaEconomía, y también escritor, el pasado está tan abierto como el futuro. En casi 200 páginas, se incluyen 26 historias que hablan de momentos variados y desconocidos de la historia chilena.

La extraña fundación de un territorio caribeño a nombre de Chile y Argentina que no fructificó, un bromista José Miguel Carrera que busca en pleno Nueva York apoyo para la revolución en sur, Manuel Rodríguez preso leyendo libros de una feminista y de un arrepentido iluminista, los incumplimientos del Estado chileno con los acuerdos alcanzados en la Isla de Pascua y la existencia de un Aleph mapuche son sólo algunos ejemplos.

Se trata de relatos que ofrecen diversas capas, escritos con una erudición entretenida, pero también con una indisimulada dinámica literaria.

- En el libro dices que "el pasado es tan abierto como el futuro", aspecto que -en general- es una idea que cuesta que se asuma abiertamente en América Latina. ¿Cómo encuentras que ha sido la recepción de tu libro, tomando en cuenta esta restricción cultural que se tiene frente a la historia?

- Una de las cosas que se valora, tomando en cuenta el punto que me planteas, es el hecho de que si bien se cuenta una historia, hay muchas fuentes, que se van conectando. Por ejemplo, en el primer relato si bien se narra el momento en el que Manuel Rodríguez está preso, también se habla -a partir de los libros que está leyendo- de esos autores.

Jeanne Marie Le Prince de Beaumont, por ejemplo, es una escritora muy feminista para la época, vive de lo que publicaba, hace la primera versión literaria de "La bella y la bestia". Y Pedro de Olavide, en tanto, era un reformador político de origen peruano que se ganó la confianza del rey de España y pudo hacer algunas cosas medias "progres", pero que luego cayó en desgracia y fue perseguido por sus ideas ilustradas y su ateísmo. La tragedia de él es que termina sus días arrepentido de querer arreglar las cosas desde la luz de la razón.

Entonces, a través de ellos es posible elucubrar por qué Manuel Rodríguez los está leyendo. ¿Es lo único a lo que tiene acceso en la cárcel? ¿O mantiene un interés en esas vidas? Si uno los mira bien, son dos textos que tienen un nexo, hay una conexión de época. Entonces ahí doy espacio a algunas hipótesis, a lo mejor Manuel Rodríguez ha sido mal interpretado.

No era ese héroe popular con la perspectiva del siglo XX ni tampoco del romanticismo que estaba naciendo. Pero sí, probablemente, tenía una intuición de que el proceso republicano no iba a ser tan fácil ni feliz como se creía, que había un peligro muy serio en reemplazar al rey  y su corte como una dictadura lejana por una dictadura cercana. Porque eso es lo que, finalmante, se da en muchos momentos de la historia de Chile y América Latina.



- En ese sentido, una de las cosas atractivas de tus relatos es que tienen muchas capas, van construyendo tramas que ofrecen diversas entradas y que permiten mirar las cosas desde varias perspectivas...

- Sí, se trata de crónicas como exploraciones. Y las diferencio de la tarea del historiador, que intenta hacer una alfombra, compleja, de muchos colores y que debe resistir el paso del tiempo. Lo mío es más bien como una guirnalda, un pedacito de tela que se hace con un resto de esa alfombra o que, incluso, puede estar por debajo de ella.

A veces esas guirnaldas quedan sueltas no por una intención específica, sino que -simplemente- porque se consideran retazos poco relevantes, pero que -en rigor- sí pueden tener importancia a la luz del transcurso de los años. Son cosas que nos hablan del pasado y que no nos habíamos percatado o las teníamos ahí olvidadas. Puede ser que nos den otras luces. Y podríamos tomar esas telas como una manera posible de entender mejor nuestra historia, ayudándonos a liberarnos, a abrir otro futuro.

- ¿Cómo fue la metodología de trabajo, considerando que no es un libro historiográfico?

- Cuando escribí las primeras crónicas nunca pensé que iban a ser un libro. Me llamaban la atención estas perlitas que se le caían del bolsillo a la señora historia y me gustó indagar más sobre ellas, otorgándoles esta perspectiva que te comento.

Hay una mezcla entre intereses y hallazgos. Cosas que parten por un gusto personal y terminan abriéndose a nuevos significados. Por ejemplo, mi gusto por el cuento "La nariz" del escritor ruso Nikolái Gogol se junta con una carta que escribe un gobernador desde el Reino de Chile en la que cuenta la situación terrorífica que se vive en esta zona con los indígenas que cortan narices y manos por cualquier motivo.

Luego, surge un informe oficial que incluye el historiador chileno Diego Barros Arana en el primer tomo de su "Historia de Chile", con una lista de fallecidos por estas tierras. Y leer eso es sorprendente. En torno a una campaña específica de un par de años se consigna que entre las vidas perdidas hay más de treinta por no poder cruzar un río y poco menos de veinte en combate, habían muchos desertores, muchos que se devolvieron a España con permiso, otros ahorcados por delitos cometidos.

O sea, se va cayendo esa idea de que los españoles aquí morían por la resistencia intensa de los aborígenes. Fallecían muchos más fuera de las batallas que por la guerra. Ahí es donde planteo si esta versión que tenemos de los mapuches como un pueblo esencialmente guerrero y que no habían permitido el paso a ningún foráneo no será una construcción posterior.

No quiero negar su carácter bélico y la capacidad de su respuesta. Pregunto si no fue acaso una adaptación que tuvieron que hacer ante esto tan extraordinario que les pasó con los españoles, viviendo prácticamente una invasión casi alienígena. Se tuvieron que convertir en intensos guerreros, pero antes a lo mejor no eran así.



- ¿Y estas ideas ya le dabas vueltas desde antes o te fuiste encontrando con ellas en la medida que avanzabas?

- Me fuí encontrando en la medida que iba conociendo las fuentes, investigando y leyendo. Es una de las cosas que rescato de enfrentarse a la historia sin el afán académico del historiador. Es un aspecto positivo de enfrentarse a ella desde la crónica, desde lo literario. En Chile es un área muy poca desarrolada.

Pienso en varios casos en el mundo: Lytton Strachey, un historiador inglés, miembro del Grupo de Bloomsbury y amigo de Virginia Woolf, quien tiene un libro maravilloso que se llama "Vidas mínimas", en el que hace perfiles de muchos personajes, civiles y militares, contados con un lenguaje y una gracia increibles. O el estadounidense Gore Vidal, con su libro "La invención de una nación: Washington, Adams y Jefferson", que si bien aquí ocupa la historia para criticar a George Bush Jr, también hace una presentación muy buena de los personajes.

Están lo casos del periodista inglés Robert Harvey, quien escribió "Los libertadores", en el que toma las figuras de los emancipadores de América Latina, o "La conquista" de Hugh Thomas, en el que cuenta la historia de los principales conquistadores, siendo maravilloso el capítulo sobre Pedro de Valdivia.

Todos ellos concuerdan en una cosa muy moderna: sin falsear los datos, construyen un relato atractivo en el que colocan al lector en la época, pero -sabiendo ya en qué terminó todo- evalúan qué otras opciones habían, qué otros caminos existían y buscando razones por las que se tomaron las decisiones que se tomaron.

- Dices en el libro que las elecciones sobre el pasado no son inocentes. De los aspectos que abordas en los 26 capítulos, ¿cuál crees que resume mejor esa falta de inocencia que se ha tenido en Chile con respecto a su mirada hacia atrás?

- Pienso que el relato de Isla de Pascua, el capítulo que se llama "La revolución de Angata". Ahí se cuenta la negociación que se hizo entre Chile y la cultura indígena del lugar, que se encontraba en una fuerte crisis interna, no por responsabilidad de Chile. Ahí el Estado logra el control de la isla, se llegan a acuerdos y entre 1880 y 1925 se incumplen abiertamente. Un poco por soberbia, un poco por ignorancia. Y ello no hace más que colaborar con la destrucción de la cultura de la isla.

Hay un grupo interno muy influyente de pascuences al que no le gusta para nada la presencia de arqueólogos o la investigación científica en la isla, porque -simplemente- no quieren volver a ese pasado. No les gusta la idea que tiene Chile sobre ellos, de convertir la isla en un parque y de revivir esa historia de la cual ellos no se sienten reflejados.

Para esos isleños su historia real comienza luego de la guerra entre los Orejas Cortas y los Orejas Largas, mientras que la ciencia y el turismo les habla de un pasado más ancestral. Es como si en Chile vinieran los chinos en un siglo más, que el país estuviera sucumbido y ellos quisieran recuperarlo desde la estampa original de 1810 y no desde los años 2000. Ahí lo que pasa es que se confunde la foto con la película.



- ¿Crees que esta actitud frente al pasado es una característica propia del carácter latinoamericano o se asocia con el ejercicio del poder?

- Creo que es una característia y un problema de todos los Estados Nación. Construir un Estado no sólo supone liberar, ampliar horizontes, crear un relato lleno de riquezas. También incluye olvidar cosas. No sé si es propia del poder, pero sí creo que es propia del nacionalismo. Y no hablo de nazismo ni de fascismo, sino del espíritu con el buscan fundarse los países.

Claro, uno ve el mapa de su país y le parece una situación natural. Y si alguien dice pero "ojo" que la zona del norte tiene mucha influencia peruana y boliviana o en Chiloé se vivió bajo dominio español hasta bien entrado el siglo XIX, la opción lógica es desechar ese punto de vista. Sin embargo, para las personas que viven esa realidad más específica la relación es otra, tienen trascendencias distintas.

De hecho, a medida que pasan los años se genera una relación inversamente proporcional entre el espacio fronterizo que se discute y la reacción nacionalista de las personas. Antes, las diferencias de las fronteras eran gigantescas, pero las discusiones políticas entre gobiernos no eran tan intensas. Hoy las discusiones fronterizas son por algunos kilómetros, pero con una energía mucho más marcada. La gente está dispuesta a inflamarse por un metro de tierra.

Lo que pasa es que al crecer el Estado Nación, el nacionalismo aumenta. Ahora los Estados son fuertes y de verdad, tienen instituciones, tienen ejércitos. Y se requieren este tipo de relatos para darle importancia a esas diferencias, otorgándoles una trascendencia vital. Antes, cuando éramos unos recién nacidos, no eran tan importante.

- Finalmente, ¿crees que hay sociedades que hayan logrado administrar mejor esta relación con el pasado?

- Es difícil. Si se piensa en Alemania, por ejemplo, hay que ver que la derrota intensa sufrida en 1945 lleva a esa sociedad hacia una amnesia casi total del nazismo. Eso hasta más o menos los años 60 y 70 cuando intelectuales y estudiantes debaten en torno a la necesidad de hacerse cargo de lo que había pasado. Y ahí puede verse un ejemplo en el que hay sociedades con una mayor disposición a considerar que la historia, que su pasado, no es obligatoriamente esencial e inamovible. Lo que nos cuesta aceptar en la vida privada y en la vida de las naciones es que la contigencia y el azar es mucho más grande de lo que creemos, cosa que siempre angustia.