Artículos

¿Pueden los niños salvar el mundo?

Por Esteban Parra/ El Espectador | 8 Mayo, 2017 - 10:53
  • c_rorlgxgae1exf.jpg

A propósito de “Los libros que devoraron a mi padre”, “Así pero sin ser así” y “La cruzada de los niños”.

El niño abre sus ojos, se mueve entre las cobijas y las desacomoda un poco más (si es que eso es posible). Saca una pierna de la comodidad imperturbable del sueño y deja que su pie caiga en el frío suelo. El reloj despertador ha terminado con el tiempo de dormir, dejando al pequeño nuevamente frente a la voz de su mamá, que desde la cocina lo afana para que corra a la ducha y se vista el uniforme de diario, pues es miércoles y ese no es día de deportes.
 
Tímidamente, y como quien no quiere la cosa, va abriendo la llave y el agua empieza a caer directo al sifón: el primer paso siempre es difícil. Gotas y gotas empiezan a correr por su rostro, y de la nada se encuentra con una catarata inmensamente alta que lo ha bañado por completo, y en la cima, un cristal de color esmeralda que brilla más que las estrellas y que pide a gritos ser tomado por sus manos.
 
La madre escucha el chapaleo de agua en el baño y los cánticos de su hijo, al tiempo que el reloj avanza y el desayuno se prepara. ¡Hijo, deja de jugar que se te va a hacer tarde! Ese sonido es suficiente para que el niño salga del lugar en donde se encontraba y se percate de que la espuma que está sobre su cabello no es causada por la fuerza del agua al caer, sino del champú —no más lágrimas— que su mamá siempre le compra. Pisa el acelerador y en menos de un minuto ya tiene la toalla trenzada a la cintura y, como el carro rojo de las películas, sale a máxima velocidad directo a su cuarto.
 
Se pone las medias y el pantalón, y mientras se apunta la camisa, imagina que es un agente infiltrado con la importante misión de rescatar al gato blanco de ojos azules de la niña que se sienta dos puestos frente al suyo en el salón de clases, la que hace que le suden las manos y que sus mejillas se pongan rojas. Cada botón se convierte en una parte del plan que lo llevará al éxito, sin importar las voraces lombrices que se esconden en el árbol en donde el felino yace igual o más desesperado que su dueña.
 
¡El desayuno!, grita mamá desde el comedor. El niño se apresura a ponerse el saco y agarra la maleta para irse directo a la sala. Mientras come y su mamá le pregunta si no olvidó empacar nada, él piensa en cómo el oso del comercial de televisión preparó el pan que tanto le gusta. ¿Será que mientras lo hacía no le dieron ganas de comérselo? ¿Qué ingredientes mágicos habrá utilizado para que sea tan blandito? ¿Por qué decidió usar camiones en lugar de renos para repartirlo en las tiendas? Esas y muchas otras preguntas son las que a diario pasan por su mente.
 
La madre se quita el delantal y se seca las manos con el pantalón, mientras el pequeño cepilla afanosamente sus dientes a la vez que sus pies chocan con el suelo al ritmo de la canción de entrada a su programa favorito, del que él quiere ser protagonista para así poder vivir en un mundo de reyes y poderosos dragones en donde, junto a sus amigos, puedan librar grandes batallas y salvar ciudades enteras de las manos de los villanos.
 
La puerta se cierra y ahí, en frente, está el mismo mundo de todos los días. El mismo que ve nuestro vecino, el mismo que ve nuestro compañero de oficina, el mismo que ve el señor que recoge la basura, el mismo que ve la señora de la esquina, el mismo en donde los carros parecen parqueados eternamente por el insoportable tráfico, el mismo en donde cientos de rostros miran cansados a la nada en pleno inicio del día dentro de cuatro paredes de lata con ruedas, el mismo en donde las esquinas están infestadas de basura, el mismo en donde los parques se han convertido en un cuento lleno de lobos a la espera de inocentes caperucitas, el mismo en donde casi todos caminan con prisa tratando de no ver a su alrededor, el mismo en donde aparatos que caben en las manos controlan por completo el actuar de la mayoría de personas.
 
Para el niño, lo que ve es muy parecido a lo que vio el día anterior, pero las historias que se cuentan son completamente diferentes. Las calles que camina con su mamá son las mismas desde hace unos ocho millones de días, según recuerda, pero las aventuras que con cada paso que da se desarrollan hacen que todo se pinte de un color muy diferente al gris que ha empañado la ciudad.
 
Los perros hurgan en la basura, mientras algunos otros van totalmente hipnotizados detrás de uno que al parecer es el líder. ¿Qué clase de tesoro estarán buscando allí donde todo parece ser inútil? ¿Qué secreto ocultará quien es asediado por el resto de la manada? Quizá uno de los gatos que maúllan en las noches mientras corren por los tejados al fin descubrió la fórmula que hace que los hombres prefieran a los perros, uno nunca sabe.
 
Ya están muy cerca del colegio y su mamá le recuerda que debe comerse todo lo que le empacó para las onces. Caminan por la cebra y el niño ve a otro que quizá tenga un año más que él, junto al que parece su hermano, dejando en las ventanas de los carros una caja de chicles de diferentes colores. ¿Por qué ese niño no va al colegio? ¿Dónde están sus padres? ¿Acaso los habían abandonado? Tal vez el niño estaba jugando con su hermano a quién entregaba más cajas en el menor tiempo posible. A él le gustaría jugar con ellos algún día, pensó.
 
Cientos de niños se despedían de sus padres o abuelos, algunos otros llegaban solos al colegio y otros más corrían por las calles aledañas ante el sonido del timbre de ingreso. El pequeño abrazó a su madre muy fuerte y ella le devolvió una sonrisa tan grande como el sol que de a poco lograba esquivar a las molestas nubes. Seguro que ese día, al llegar a casa, estarían papá y mamá listos para jugar con él y acompañarlo en alguna de sus misiones secretas. A pesar de tener que madrugar, eso lo hacía inmensamente feliz.
 
Han pasado muchos años y ese niño que fui no ha dejado que el tiempo lo haga desaparecer.
 
Las preocupaciones dejaron de ser el haber ensuciado el pantalón, no haberme comido las onces o pasarme de la línea al colorear. Ahora tengo deudas, problemas en el trabajo, muchos compromisos pendientes y proyectos a mi cargo.
 
Soy adulto. He crecido. He aprendido mucho. He perdido un tanto. Disfruto las cosas un poco menos, es verdad, pero ese niño que inventaba mil historias sigue golpeando la puerta constantemente. Ese pequeño que intentaba ver el mundo de manera diferente no ha dejado de recordarme todas las mañanas que aún tenemos muchos capítulos por escribir. Esa parte de mí que el todo que la rodea trata de matar, resurge de las cenizas para recordarme que aún tenemos muchos sueños por cumplir. Ese yo que en ocasiones olvido, siempre aparece en el momento preciso para recordarme que seguir siendo niños es la mejor forma de seguir siendo felices.
 
Y sí, tal como trata de decirnos el escritor portugués Afonso Cruz con sus letras, los niños podemos cambiar el mundo.