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¿Qué sería de nosotros sin la anestesia?

Por José Carreño Figueras/ Excélsior | 29 Marzo, 2017 - 11:51
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Hace 175 años, el doctor Crawford usó el éter por primera vez en una cirugía.

En el Hospital General de Massachussetts, en Boston, hay una sala casi desconocida para la mayoría de los habitantes del mundo, pero debería ser reverenciada por quienes deben sujetarse a cirugías. Es el “Eter domo” (Ether dome por su nombre en inglés).
 
Fue ahí, donde de acuerdo con la tradición médica, ocurrió el 16 de octubre de 1846 la primera operación en que se usó el éter dietílico como anestesia.
 
Una parte de la historia consigna que fue William Morton, un dentista, el primero que usó el éter como anestésico para tal vez por primera vez en la historia eliminar el dolor de una operación quirúrgica.
 
Pero la historia está sujeta a la polémica, como corresponde a lo que algunos consideran como la mayor contribución estadunidense a la medicina. O por lo menos, de la que más podemos estar agradecidos.
 
Como evitar el dolor causado por lesiones, operaciones y padecimientos fue y es todavía una de las obsesiones de los humanos. Podría decirse quer es una gesta de siglos y que ha llegado a los mayores extremos: del sofocamiento a la droga sin olvidar el hipnotismo.
 
El uso del opio, por ejemplo, pasó de los sumerios a los asirios, a los babilonios, a los egipcios y, de allí, al resto del mundo por el Mediterráneo. De acuerdo con la revista médica puertorriqueña GALENUS, “ya Hipócrates, por el 460 a.C., mencionó sus efectos narcóticos. Sin embargo, la adicción y la euforia causaban grandes problemas. En 1680, el inglés Thomas Sydenham hizo un preparado de opio, cereza, vino y hierbas, denominado “láudano de Sydenham”, muy usado para múltiples malestares”.
 
En 1772 se descubrió el óxido nitroso, o “gas de la risa”, que aún se utiliza en consultorios dentales, pero tardó décadas en ser adoptado como anestecia. A fines del siglo XIII un alquinista de Palma de Mallorca, Ramon Llull, descubrió una volátil sustancia a la que nombró “Vitriolo Dulce”. En el siglo XVI, el suizo Paracelso descubrió que el compuesto dormía a algunos animales. Ya para inicios del siglo XIX, el éter era la droga social de moda en Estados Unidos.
 
Y no fue sino hasta el 30 de marzo de 1842 cuando el médico estadunidense Crawford Long, residente en la ciudad de Jefferson, Georgia, usó el éter para adormilar a un joven, identificado como James Venable, y extraerle así uno de dos tumores sebáceos en la nuca.
 
La operación fue simple, si se quiere. Venable se sentó en una silla donde se le aplicó un pañuelo empapado en éter sobre nariz y boca. Acto seguido, se le reclinó boca abajo y Long removió el ciste.
 
Los testigos fueron Andrew y William Thurmond y Edmund Rawls. Dos meses después, Long repitió el procedimiento para extraer el segundo quiste.
 
Long cobró dos dólares por cada operación, más 25 centavos por el costo del éter.
 
Pero lleno de dudas y con la creencia de que el proceso habría sido usado antes, no lo patentó.
 
Fue así como cinco años después, en octubre de 1847, el odontólogo Morton experimentó con éter para también extraer la muela de un paciente y al ver que no había dolor pidió el apoyo de otro doctor, de apellido Warren, cirujano del Massachusetts General Hospital, para hacer una demostración.
 
En la operación se extirpó un tumor del cuello de un paciente sin que hubiera dolor. Warren, entusiasmado, exclamó: “¡Señores, esto no es un truco!”.
 
El episodio es considerado como el nacimiento de la anestesiología moderna y el salón donde ocurrió es conocido aun ahora como el “ether dome”.
 
Con todo, no fue el fin de la historia: después hubo años, si no décadas de debates y demandas entre quienes consideraban a Long o a Morton como el creador del procedimiento. El éter puede adormilar, pero el dinero hace despertar.