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Filatelia is not dead: El mundo de las estampillas resiste en 2019
Más allá de ser los adhesivos exigidos para enviar cartas, estas colecciones ayudan hasta hoy a llevar un registro de la historia de un país.
Es 1835 y Rowland Hill está de vacaciones en Escocia. Se está tomando un descanso de las clases y los cursos que imparte en Inglaterra sobre política, matemática y otras ciencias. Es de noche y hace frío, entonces se mete en una posada más o menos decente en la cual refugiarse. Antes de irse a dormir, Hill decide que se va a tomar un trago o dos en la sala común.
De repente la puerta de la posada se abre dejando entrar una ráfaga de viento helado. Del otro lado del umbral hay un cartero a punto de terminar su jornada. El hombre avanza hasta el mostrador y le extiende un sobre a la posadera. Ella toma la carta entre sus manos, la observa detenidamente y luego, muda, se la devuelve.
El cartero –entre perplejo y agotado– le insiste a la mujer con que la carta le pertenece y que deberá pagar por ella tal como establece el reglamento del servicio postal. La posadera asegura que no tiene cómo pagarla, que se la lleve. La discusión se vuelve cada vez más acalorada, Hill interviene y dice que él puede pagar el precio de la misiva.
La posadera observa el sobre con indiferencia y luego le agradece a Hill por el gesto, pero le confiesa que fue innecesario: dentro del sobre no hay absolutamente nada. La mujer le cuenta que entre sus conocidos y familiares suelen intercambiarse mensajes escritos en los sobres; de esta manera pueden recibir noticias uno del otro sin necesidad de pagar el servicio postal.
Ese, cuentan algunas enciclopedias, fue el inicio de todo. Hill regresó eventualmente a su país y con esa experiencia encarnó una revolución del sistema postal. Ideó una forma de que los precios del envío de cartas estuvieran estandarizados y, sobre todo, se pagaran antes. Luego de varias idas y vueltas, Inglaterra se convirtió en el primer país del mundo en contar con un sello postal prepago. El penny black, como bautizaron a esa primera estampilla con el rostro de la reina Victoria, inundó la correspondencia y rápidamente el sistema se extendió por todo el mundo hasta convertirse en una práctica universal. En Uruguay, el primer sello llegó en octubre de 1856, veintiséis años después de la jura de la Constitución.
A medida que el servicio se hizo más eficiente, comenzaron a aparecer nuevos y mejores sellos. Con el tiempo la filatelia, esa afición a coleccionar y estudiar sellos de correos, se convirtió en uno de los hobbies más comunes. Ya para las décadas de 1930 y 1940 juntar sellos era un clásico, como coleccionar un álbum de figuritas.
Uruguay no fue la excepción y en 1926 se fundó el Club Filatélico del Uruguay (CFU). En su mejor momento, el club superaba los mil socios que se reunían a intercambiar y comprar estampillas bajo la lógica de colección de élite. Hoy, el club apenas supera los 100 y pico de afiliados. Y el Correo Uruguayo, que imprimía sellos de forma masiva superando a veces las 80 mil unidades para franqueo y colección, apenas puede darse el lujo de imprimir 10 mil. Pocas veces se logra vender todo. La mayoría de las piezas se colocan en el mercado filatélico asiático a través de la tienda online del Correo.
Con la globalización e internet, el sello postal quedó prácticamente en desuso –más allá del envío de paquetes– y desapareció de la vista de todos.
Sin embargo, hay quienes hacen todo para no dejarlo morir porque saben que tiene un valor que va mucho más allá de hacer cobrar al cartero.
La rareza del sello
Winston Casal pasó toda su vida entre estampillas. Su padre fue un miembro relevante dentro del CFU e incluso llegó a tener un espacio contratado en canal 5 llamado El sello de hoy en el que todas las mañana presentaba, precisamente, el sello del día frente a las cámaras y en menos de un minuto. Desde muy chico, Casal hijo coleccionaba los sellos que cada tanto le regalaban. Fue en los primeros años de la juventud que comenzó a involucrarse más con la institución hasta que terminó sumergido en el fanatismo.
Ahora es asesor honorario del departamento de filatelia del Correo Uruguayo.
El problema que tienen los sellos hoy, dice, es que les falta marketing. Ya nadie los desea porque nadie los ve. Sin embargo, el nicho persiste.
“El valor está en la rareza del sello”, asegura. Y explica que en el mercado una estampilla uruguaya única o muy particular puede salir entre dos y tres mil dólares. Su especialidad es reina Victoria. Porque esa es otra característica que tienen los coleccionistas de hoy: son muy, muy específicos.
En Uruguay las colecciones más particulares que se encuentran son las de un señor que junta sellos vinculados a los sombreros y otro que tiene un catálogo de tortugas.
“Honestamente no sé cuántos sellos tengo. Un día puedo comprar una bolsa con miles y que lo que haya adentro no valga nada. Tengo mi colección especial que la vendí y la hice de vuelta varias veces porque me divierte. No me caliento, a mí vienen y me pagan bien por una colección, me voy a Europa un mes con esa plata y a la vuelta la empiezo de nuevo porque conozco el tema”, dice Casal.
Hace algunos años la Unión Postal Universal –un organismo especializado de las Naciones Unidas que nuclea servicios postales de todo el mundo– discutió sobre la idea de eliminar el sello postal físico y convertirlo cien por ciento en una pieza digital.
Solange Moreira está convencida de que eso hubiese sido un grave error.
El sello como ícono
Es mediodía en Ciudad Vieja. El sol atraviesa la claraboya del edificio del Correo Uruguayo y la luz rebota intensa en el piso blanco de mármol. Tac, tac, tac. Los zapatos de taco alto de Moreira retumban por el pasillo. La presidenta del Correo entra a la sala de reuniones del edificio ataviada en un vestido escocés gris con un cinturón bordó y una flor blanca. Lleva los labios pintados a tono y un pañuelo envuelto en la cabeza. Entre los brazos carga carpetas y biblioratos repletos de sellos.
“Acá está la base iconográfica más grande del Uruguay”, dice mientras despliega las carpetas arriba de la mesa. Para ella, los sellos tienen esa capacidad de acompañar la historia de un país y plasmar la identidad de la sociedad entera; desde sus personalidades hasta sus logros artísticos, científicos, tecnológicos, diplomáticos y decenas de áreas más.
“Las estampillas son embajadoras en miniatura, trascienden fronteras llegando a países que no imaginamos. De hecho, hay gente que tiene su primer contacto con Uruguay a través de los sellos postales”, agrega Moreira.
Cada año el Correo imprime sellos con una utilidad operativa y luego se dedica a sacar ediciones especiales. Para delinear su plan anual, la comisión de filatelia procesa pedidos que llegan de todas partes.
Hay algunos requisitos que son preestablecidos. Más allá de alguna que otra excepción, el Correo no conmemora muertes, sino nacimientos. Sus sellos tampoco pueden vulnerar derechos humanos ni promover racismo o discriminación. También deben repasar las fechas históricas de cada año a nivel local e internacional. La comisión debe evaluar si las propuestas que llegan son relevantes para el país. Es importante que el sello también sea “interesante” a nivel comercial. Por ejemplo, el año pasado el sello más vendido fue el del horóscopo chino, reafirmando el peso del mercado asiático en la comercialización de las estampillas.
A su vez, hay series que son preestablecidas: carnaval, mujeres notables, tango, primavera, navidad, entre otras, y salen cada año con diseños distintos.
Los sellos uruguayos se imprimen dentro del país. Para hacerlo se importa un papel especial que solo se produce en Inglaterra para evitar la falsificación y la promoción del mercado negro.
“Si tenés un procedimiento riguroso de seguridad es muy difícil que alguien pueda hacer sellos falsos. No puede ingresar al país el papel inglés a no ser que sea a través del Correo y las imágenes están protegidas”, explica Moreira.
La identidad del diseño
Son pasadas las ocho de la mañana en Nueva York y el termómetro ya marca los treinta grados. Martín Azambuja hace fila en una cafetería, compra un café y algo para comer y le suena el teléfono. “Perdoname que haga ruidos, pero me agarrás desayunando”, dice al otro lado de la línea a casi nueve mil kilómetros de distancia de Montevideo.
Azambuja es uno de los diseñadores gráficos uruguayos jóvenes más prominentes de su generación. Es licenciado de la Universidad ORT, cofundador de Estudio Mundial y en Nueva York está hace cuatro meses haciendo una pasantía para Pentagram, un estudio de diseño de alto perfil en Estados Unidos.
Dice que cada diseñador tiene un fetiche. ¿El suyo? Los sellos postales.
Sabe que esta historia sería mucho más atractiva si detrás de ella hubiese una buena anécdota de su vínculo con la estampillas. Pero no, simplemente descubrió su potencial gráfico y creativo como estudiante. “Siempre me pareció fascinante la habilidad de algunos diseñadores de reducir una idea a un tamaño milimétrico”, cuenta.
Los empezó a diseñar como un proyecto personal, sin ningún motivo. A medida que le iban quedando mejor, los empezó a compartir en un blog. Hizo dos colecciones, una de flores y la otra con motivo de los Juegos Olímpicos Tokio 2020. “Un día me tiré al Correo con mis proyectos impresos, ahí me recibieron y miraron mi trabajo. Un año después se conectaron conmigo para incluirme en el plan filatélico del 2019”, recuerda.
El primer sello de Azambuja salió hace pocas semanas con motivo de las bicisendas. Para diseñarlos se inspiró en fotos de Avenida Italia.
Desde el diseño cree que el valor de un sello postal está en la identificación gráfica de un país. “Si te ponés a pensar, no hay tantos elementos gráficos que representen a un país. Tenés la bandera, el escudo o los billetes, pero no mucho más”, dice. A través de los sellos, algunos países desarrollaron una identidad visual muy fuerte. Israel, Rusia, Francia, Japón y Portugal son algunos de los ejemplos más evidentes.
“En Uruguay, las temáticas son mas bien variadas y no necesariamente están relacionada al país, pero sí a nivel gráfico hay un vínculo”, consigna Azambuja.