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Maquillaje: Desde belleza hasta luchas sociales
A lo largo de la historia ha sido utilizado por hombres y mujeres para resaltar alguna forma de belleza o para hacer una declaración de principios.
Era solo un busto de piedra, pero aún así era la mujer más bella que Ludwing Borchardt había visto en su vida. Cejas delgadas, nariz recta y labios carnosos. Pómulos altos y cuello largo. Un aire de elegancia y un dejo sutil de soberbia. Era 1912 y el arqueólogo alemán recorría Amarna, una ciudad egipcia que bordea al Nilo por el oriente. Tomó el busto en sus manos y se encontró con los ojos grandes y almendrados de Nefertiti, la esposa del faraón Akenatón, la reina de Egipto.
Había algo en ellos que le helaba los huesos, algo vivo y humano que parecía verlo con desdén y someterlo a su voluntad. Tomó la escobilla y con delicadeza removió el polvo, una raya negra apareció alrededor de los ojos, un ovalo perfecto y afilado en los extremos que enmarcaba la mirada penetrante de la reina.
En el Antiguo Egipto, los hombres y las mujeres acostumbraban a delinearse los ojos con khol, un tinte oscuro hecho a base de plomo que los protegía de espíritus malignos y, en usos más terrenales, evitaba enfermedades y microbios causados por la arena y el sol. Al parecer, los egipcios desconocían que el plomo era venenoso.
La Nefertiti de Borchardt se encuentra ahora en el Neues Museum de Berlín, y se ha convertido en un ícono de belleza y poder. En 1992, le sirvió de inspiración a Michael Jackson para el video de su sencillo Remember the time; y en el 2017, a la revista Vogue, cuando Rihanna apareció en su portada convertida en la reina de Egipto. Un estudio reciente asegura que, según las huellas de su rostro, Nefertiti no tenía la nariz tan recta, ni los pómulos tan altos, ni los labios tan carnosos. Al parecer, le había ordenado al escultor que moldeara según sus indicaciones el busto que habría de inmortalizarla como ‘la belleza del Nilo’.
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“Dios me eligió como su instrumento para defenderlos del peligro, el deshonor, la tiranía y la opresión. No habrá nunca una reina con más fervor y devoción por su país y sus súbditos, pero por el bien de mi pueblo, hoy dejo voluntariamente el trono y la corona”. Esa fue la última vez que Isabel I se dirigió a los ingleses. “¡Dios salve a la reina!”, gritaron todos.
Una vez en su recámara, se mantuvo de pie, inmóvil y de espaldas al mundo. Sin fuerzas para moverse y reacia a sentarse por miedo a no levantarse de nuevo. Tenía 69 años, había perdido la mayoría de sus dientes y comenzaba a caérsele el pelo a mechones. Se le veía triste, decían; se arrepentía de haber ordenado la ejecución de su prima, María Estudardo; se había quedado sin habla, y alucinaba con su propio cuerpo moribundo. Después de quince horas se desplomó contra el suelo.
Murió el 24 de marzo de 1603 y la causa sigue siendo un misterio. En sus últimos minutos de vida, la reina dibujó una corona en el aire para designar a Jacobo VI de Escocia como su sucesor y prohibió en señas cualquier tipo de examen post mortem sobre su cuerpo. Sin embargo, la teoría más repetida por la historia dice que murió envenenada con su propio maquillaje: una mezcla de plomo blanco y vinagre, conocido como cerusa veneciana o ‘espíritu de Saturno’, que se aplicaba sobre la cara, el cuello y el pecho para blanquear la piel.
Entonces, la palidez era un signo de nobleza y elegancia en hombres y mujeres. Las pieles manchadas, bronceadas y oscuras eran propias de las clases obreras, que trabajaban al sol. Entre más blanco, más bello. El precio era alto: intoxicación por plomo.
La costumbre se extendió hasta el siglo XIX y a la cerusa veneciana se le sumaron otros métodos. Tomar litros de agua con vinagre para inducir el vómito y adquirir ese aire enfermizo, de ojeras y delgadez extrema, tan popular entre los románticos del siglo XVIII. Tragar todos los días una de las ‘Dr. James P. Cambell Safe Arsenic Complexion Wafers, píldoras con arsénico que se anunciaban en los periódicos estadounidenses, a finales de 1800, bajo la promesa de eliminar pecas, lunares o manchas. En ambos casos el final era el mismo: despigmentación de la piel, calvicie, caries dental y, ante usos prolongados, la muerte.
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La Revolución Francesa de 1789 trajo un nuevo mundo. Uno que creía en la igualdad, la fraternidad y la libertad. En el poder del pueblo y en su soberanía. En la república. Un mundo en el que se respetaban las opiniones, las ideas y la fe. En el que no existían castigos arbitrarios y para juzgar solo estaba la ley. Uno en el que los varones tenían derechos naturales e imprescriptibles. Para las mujeres, todo igual.
Pero la semilla estaba puesta. Dos años más tarde, Olympe de Gouges escribió una Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana, en la que exigía para ellas los mismos derechos políticos de los hombres, y casi 60 años más tarde, las pioneras del feminismo se reunieron en Estados Unidos para firmar la Declaración de Sentimientos y Resoluciones de Seneca Falls y darle vida al sufragismo.
En 1912 se tomaron las calles con pancartas que decían “Votes for women” y era fácil reconocerlas: faldas y chaquetas blancas (holgadas y sin corsé), botines con cordones, sombreros, el pelo recogido en moños sueltos y, en la boca, labial rojo Elizabeth Arden. La consigna era simple: pintarse los labios era cosa de prostitutas y brujas, y en muchos lugares estaba prohibido por las leyes de los hombres.
Con la consolidación de las industrias cosméticas y el descubrimiento de los colorantes se revolucionaron los estándares de belleza, y firmas como Max Factor y la misma Elizabeth Arden impusieron un estilo más saludable. Para Miss Arden, el maquillaje era una respuesta contestataria a la opresión. Además de regalarles labiales a las sufragistas, pensaba sus productos desde los principios de la liberación femenina. En 1930 lanzó su Eight Hour Cream, una combinación de vaselina y vitamina E, que prometía mantener la piel humectada durante ocho horas, las mismas que duraba la jornada laboral.
Pero esa no fue la única vez que el maquillaje hizo a un lado sus fines estéticos. Durante la Segunda Guerra Mundial, esconder las enfermedades y el cansancio bajo capas de pintura fue una forma de supervivencia para las mujeres judías. Entre más saludables parecieran ante los alemanes, más útiles resultaban en los campos de concentración y más lejos se mantenían de las cámaras de gas.
En 1960, el labial se convirtió en uno de los símbolos de la revolución sexual. En el 2014, fue el centro de #NiConElPétaloDeUnaRosa, una campaña en la que personalidades colombianas se pintaban los labios de rojo como protesta contra la violencia de género. Y cuando Donald Trump ganó las elecciones presidenciales, una foto suya con los labios pintados de fucsia le dio la vuelta al mundo como forma de rechazo a las políticas machistas de su gobierno. El maquillaje también es político.