Artículos

Nadie quiere hablar de Salvador Allende

Por Camila Builes/ El Espectador | 5 Septiembre, 2016 - 14:58
  • allende-mi-abuelo-allend.jpg

Sin pensarlo, el presidente chileno abrió en su familia dos puertas que no estaban siquiera construidas: la del silencio y la del suicidio.

Nadie quiere hablar de él. Él, que firmaba las fotos de sus nietas con una letra pegada y terriblemente perfecta: “A mi súper nieta Maya, a quien quiero con locura. Chicho”. Él, que desde 1953 hasta 1970 iba a almorzar todos los días a su casa: Guarda Vieja 392. Él, que dejaba hablar a los jóvenes en la mesa: “Que hablen. Quiero contagiarme de la sabiduría juvenil”. Él, que tuvo tantos amores y sólo uno, sin embargo. Él, que se paraba en la entrada de su casa, erguido y con el bigote siempre —siempre— pulido, y gritaba: “Qué hermosa vienes, señora Allende”. Él, que en medio de conversaciones políticas aullaba: “Señora Allende, señora Allende: no se interrumpe”. Él, que nunca habló de su papá, ni de su mamá, ni de su escuela. Él, que hipotecó y vendió y cedió todo lo que tenía para obtener lo único que quería. Él. El eterno presidente. El indestructible. El que sostuvo un arma debajo de su mentón el 11 de septiembre de 1973 y la disparó de un golpe seco. Dos orificios. Él, que con su muerte mató a tres más. Él, que se convirtió en una imagen fija, un busto, un símbolo. ¿Por qué nadie quiere hablar de Salvador Allende?
 
Silencio
 
Era el verano de 2007 y Marcia Tambutti, nieta de Salvador Allende, viajó a Chile para pasar vacaciones con su familia. Vivía en México, mientras su abuela, su tía y dos de sus primas vivían en Santiago. La casa de la Tencha, su abuela, estaba atiborrada de fotografías y pinturas. No había una sola pared limpia: era un museo. El museo de Salvador Allende. “A mi abuelo lo conocí por afiches. Su cara estaba en las casas de los que, como nosotros, sufrieron el destierro. Desde que tengo memoria todos los 11 de septiembre se le hacen homenajes a mi abuelo y al proyecto de sociedad que él lideraba y que fue destruido por un violento golpe de Estado. Para mí, él era una imagen fija. Nunca oí a nadie criticarlo. Ni siquiera podía imaginarlo de cuerpo entero. Aunque mi familia se dedicó a difundir por el mundo la violación de los derechos humanos en Chile y el legado de mi abuelo, lo paradójico era que en nuestra intimidad nadie hablaba de él”.
 
Durante esa visita, Tambutti se dio cuenta de que su familia no respondería ninguna pregunta hecha al azar sobre Allende. Decidió satisfacer esa necesidad para entender de dónde venía y realizó el documental Allende, mi abuelo Allende, que se estrenó este año y ganó en Cannes el premio a mejor cinta de no ficción.
 
Sabía que nadie iba a responder las preguntas que tenía desde los nueve años, cuando regresó a Chile y conoció La Moneda. Cuando todos le decían: “Ahí se sentaba tu abuelo”, “en esa mesa leía”. Fue la primera vez que le preguntó a Isabel Allende, su madre, qué le había pasado al Chicho, como le decían en la familia a Salvador Allende. Ella se ahogó en un llanto inclemente, en un llanto que parecía haber esperado años para salir. Esa se convirtió en la respuesta a cualquier pregunta referente a Allende: las lágrimas.
 
 
Tambutti estaba cansada de las anécdotas repetidas. Hay recuerdos que parecen ser fabricados como estrategia para mitigar el dolor. Son esas imágenes que, verdaderas o falsas, ocultan las escenas reales. Se convierten en las tablas que tapan un cráter de un edificio: a cualquier paso se rompen y queda el abismo. Ella necesitaba recuperar a su abuelo; su familia, en cambio, no quería recordar.
 
“Creo que durante la dictadura mi familia se desdobló: había una responsabilidad política por mantener vivo su legado, sus ideales, su figura. Era más fácil hablar del presidente que del padre al que extrañas. Mi madre hablaba del Salvador Allende presidente, pero nunca decía mi padre. Todo era político. Lo más relevante era recuperar la democracia en Chile. No había espacio para contar historias personales sino para luchas más épicas”, cuenta.
 
Isabel Allende, la tercera hija de Salvador y Hortensia Bussi, lo confirma: “Nosotras crecimos medio raras. Nos acostumbramos a que siempre estábamos volcados al mundo político, a la coyuntura, a la campaña: la que había terminado, la que iba a comenzar. No había tiempo para recordar a la familia”.
 
Nadie quería hablar, pero todos lo extrañaban.
 
“Cuando los exiliados íbamos a la Casa de Chile, había un hombre que me decía que yo me parecía mucho a mi abuelo. Me subía a una silla y gritaba: ‘Ya llegó la Chicha’. Él tenía unos lentes con un marco negro, parecidos a los de mi abuelo. Me los ponía y pedía a todos que vinieran a verme, que vinieran a ver a la Chicha. En las reuniones siempre cantábamos la música icónica de la Unidad Popular. Había una canción que me llamaba la atención: Venceremos. Mientras coreaban todos lloraban. Yo siempre pensaba que no tenía sentido cantarla. Que a nosotros ya nos habían vencido”, recuerda Tambutti.
 
Salvador Allende fue una máquina de la política. Toda su vida giró en torno al poder. Su familia era su principal aliada. No tuvo hijas: tuvo secretarias, parlamentarias, diputadas. Su esposa se mantuvo alejada de las declaraciones en público, pero siempre lo acompañó en sus batallas electorales. Ni a ella ni al resto de la familia les pidió ni les preguntó nada. Simplemente las involucraba y les demostraba que eran pieza fundamental en el éxito de la Unión Popular, de la revolución. La familia Allende Bussi era un pulpo: Allende la cabeza, el resto los tentáculos. Cuando murió Allende, los miembros parecieron haberse desperdigado por el océano.
 
 
En 1937, Allende fue candidato a diputado por el estado de Valparaíso; en 1945, al Senado por las Provincias del Sur; en 1952, por primera vez, se lanzó a presidente y perdió. Ese año sufrió su primera derrota. Una de sus amigas le recomendó escribir sus memorias o plantar el jardín, y él, de un salto, se levantó del sofá y puso ese tono de voz que podía romper paredes: “Pero ¿tú qué te crees? Yo pensando cómo financiar la próxima campaña y vos pensando en jardines”. En 1953 se postuló como senador por las Provincias del Norte. En 1958 a presidente por segunda vez y perdió. Todos empezaron a dudar. En 1961 se lanzó al Senado por la Zona Central. En 1964 a presidente por tercera vez y volvió a perder. En 1968 fue senador, nuevamente, por las Provincias del Sur y, como un toro que se resiste a morir en la arena, en 1970 se lanzó por cuarta vez a la Presidencia. Ganó. Llegó al poder cuando tenía 62 años.
 
Suicidio
 
Sin pensarlo, Salvador Allende abrió en su familia una puerta que no estaba siquiera construida: el suicidio.
 
Allende nunca se permitió perder por completo. Sabía que nunca moriría a manos de la oposición y que él mismo se quitaría la vida con tal de que ellos no sintieran que habían ganado. Nunca pensó que el 11 de septiembre de 1973 se atreverían a bombardear La Moneda. Estaba convencido de que, por mucho odio que existiera, las Fuerzas Armadas no se atreverían a tocarla y destruirla, por el símbolo que era. Sin embargo pasó. Las tropas entraron al edificio y mantuvieron durante cuatro horas un constante ataque a la habitación en la que estaba el presidente y las personas más cercanas que decidieron quedarse junto a él. Durante el golpe, Tencha, la esposa de Allende, estaba en la casa presidencial Tomás Moro. Los mismos aviones que bombardearon el Palacio de Gobierno la bombardearon a ella. La memé, como la llamaban sus nietos, escapó con dificultad sin saber que su esposo ya estaba muerto.
 
Beatriz, la Tati, la hija menor de Allende, que tenía siete meses de embarazo de su hijo Alejandro, y su hermana Isabel fueron a La Moneda. Ambas querían resistir al lado de su padre. Allende mandó que las sacaran del edificio, les ordenó que se fueran. Los tres sabían que era la última vez que iban a estar juntos. Al día siguiente los militares trasladaron a Tencha a un cementerio a más de 100 km de Santiago. Le dieron un ataúd sellado y la obligaron a enterrar el féretro sin ver, sin comprobar que quien estaba dentro era Salvador Allende. Pusieron un nombre falso en la lápida y toda la familia se fue de Chile.
 
“Volví a Chile 35 años después del golpe, con la esperanza de que el paso del tiempo hubiera ayudado a sanar las heridas. Que yo ya estuviera lista para hablar no significó que mi familia también lo estuviera. Me había propuesto entender qué dolores habían empujado a mi familia a protegerse tanto y por qué razones no hablábamos. Creo que el dolor más fuerte entre nosotros era la muerte de La Tati”, cuenta Tambutti.
 
La Tati fue la secretaria personal de su papá. Su amiga, su mano derecha. La hija revolucionaria de Allende fue médica y una de las cabezas del movimiento socialista en Chile. La relación entre ambos superaba el amor de padre e hija. Los unía la revolución, la idea de unir un pueblo. Ella conocía a las amantes de su papá y, sin embargo, nunca se le oyó un reclamo. La Tati se exilió en Cuba luego del golpe. Se fue y delante de un monstruo de multitud en la Plaza de la Revolución, donde conoció al Che Guevara, dijo que lucharía por unir a la izquierda chilena. También que su padre —era la primera vez que lo llamaba así en público— no había muerto en vano. Que ella seguiría con la lucha. Y mientras hablaba, el rostro se le iba convirtiendo en una herida abierta. La mirada se le fue perdiendo.
 
 
 
Ella aprendió e hizo suyo el concepto de su padre: el auténtico revolucionario está guiado por grandes sentimientos de amor. Tiene que existir el amor al pueblo, a las causas más sagradas. Se debe ser heroico y ético. Un revolucionario no se podía —no se puede— deprimir. Pero quedó paralizada por aquel 11 de septiembre. No supo cómo seguir viviendo en un mundo en el que Chicho ya no estaba. Se disparó en la cabeza como su padre, cuatro años después del golpe. Un martes 11, como su padre.
 
Luego Laura Allende.
 
La hermana menor y más cercana a Chicho también se exilió en Cuba en los 70, después de haber sido prisionera en un centro de tortura. La influencia de Allende la acercó a la política y fue diputada del Partido Socialista antes del golpe. Ocho años después se quitó la vida saltando al vacío desde un edificio cualquiera. Tenía cáncer terminal y quería morir en Chile, pero los militares le negaron el permiso para entrar. Su muerte, como la de su hermano, fue un gesto de denuncia contra la dictadura.
 
Y Gonzalo.
 
Nada tuvo que ver el suicidio de Gonzalo Meza Allende con su abuelo. El primero de la familia en volver a Chile y el único nieto en tener recuerdos propios de él. Siempre fue el conciliador en la familia. Una vez, en una entrevista en la televisión nacional chilena, Meza le dio la mano a la nieta de Augusto Pinochet y, en otra declaración, a dos días de la muerte del dictador, sostuvo: “Se puede celebrar una muerte, pero yo no puedo. Yo he preferido respetar el funeral y el dolor de la familia Pinochet”. Pero la muerte se presenta de maneras misteriosas. Su esposa, la también socialista Gema Salazar, falleció en 2009 a causa de una leucemia que padecía desde hacía más de un año. La única promesa que le hizo a su esposa fue que seguiría viviendo, tratando de ser feliz. Una promesa parecida a la que le hizo la Tati a su papá: seguir luchando. En ambos casos la promesa fue rota.
 
El suicidio fue la única forma de librarse del peso de existir. Marcia Tambutti, su hermana, fue quien encontró el cadáver en su apartamento: rodeado de pastillas. Y ella quiso huir. Quiso saltar las paredes. Volverse invisible. Recordó el recién abierto caso de su abuelo y de la Tati y de Laura en su documental. Se preguntó si era justo y se respondió al mismo tiempo que no. Que la vida no es justa, que la vida pasa: es. Pensó en la maldición de su familia. Pensó en el dolor, en el silencio de su abuela y de sus tías. Quiso callarse como ellas. Y lo entendió por fin. Que hay dolores que es preferible dejar intactos.