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Onicofagia: confesiones de un adicto a las uñas

Por Emanuel Bremermann | 12 Junio, 2018 - 12:42
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Es asqueroso, deforma los dedos y produce múltiples problemas de salud: casi la tercera parte de la población mundial padece este TOC.

El Observador | Me doy cuenta de que es inevitable y en el fondo sé que perdí. Me resigno. Es más fuerte que yo. Abajo, pegada al cuerpo, la mano derecha pelea por no subir, aunque sé que es totalmente innecesario. ¿Para qué resistirse? En diez segundos voy a desencadenar una serie de acciones contra las que no puedo hacer nada. No vale la pena el esfuerzo. No importa lo que haga, lo asqueroso que sea, lo insalubre del hábito, lo malo que es. Lo voy a hacer de nuevo, hoy y todos los días que siguen. Como sea, la mano sigue peleando. La pobre busca algo a lo que aferrarse, agarra el celular, me rasca la barbilla, todo para escapar. Yo intento ayudarla, pero la idea del cartílago blando de mis dedos rompiéndose entre mis dientes, mi boca escupiendo pedazos de una uña magullada y torturada es demasiado tentadora.

Me encanta mentirme, decir que no me gusta y que quiero dejarlo. Que entiendo lo mal que me hace. Pero no. En el fondo quiero hacerlo y disfrutarlo. Y a la vez no. Es una dualidad con la aprendí a convivir. El placer y el dolor. La tranquilidad y la abstinencia. Quiero comprender que es inevitable, me quiero resignar y que la mano suba hasta arriba. Que entre a mi boca, que esa hendidura de los dientes ya conocida se hinque en el dedo y empiece a morder, a comer, a masticar, a lastimar. Y que cuando no haya de donde aferrase, siga con los dedos.

Cuando empiezo, no puedo parar. La bestia que me abre el pecho y se apodera de mis facultades –supongo que es una bestia o un animal, otra cosa no puede ser– es irracional y cuando la suelto solo quiere dejarme los diez vértices de las manos latiendo de dolor. Y, a veces, sangrando.

El proceso es siempre el mismo, más o menos. Elijo un dedo –la víctima–, lo toco con el resto de sus compañeros, tanteo el terreno donde voy a arar. Entonces entra en juego la boca. Primero, la saliva ablanda el tejido endurecido. Es asqueroso, pero es un paso imprescindible. Después, los dientes de abajo –que ya están torcidos y dispuestos a seguir torciéndose– empiezan a roer. Cuando se suman los incisivos, muerdo y arranco tiras de células muertas. La queratina se ablanda, la uña cede y el placer llega. Cuando no hay más lugar donde masticar, sigo con la cutícula, que duele un poco más. Después con el costado del dedo, de donde surge una gotita de sangre. Siento un gusto salado, no sé si es de la sangre o la suciedad del dedo. Cuando termino, paso a otro. Nunca es una sola uña, nunca son tres. 

Supongo que estoy enfermo, pero hay cosas peores. Y es una enfermedad compartida por mucha gente, porque los que nos comemos las uñas somos una legión de asesinos seriales. Esto tiene un nombre: onicofagia. Tiene, también, síntomas y huellas. Es fácil reconocer a alguien que comparte la afición porque sus dedos terminan en muñones espantosos, tienen las extremidades deformadas y la piel, allí, tiene otro color. Una cosa horrible, como mis dedos.

Este (pésimo) hábito tiene razones científicas y psicológicas, es decir, uno no se come las uñas porque es estúpido o masoquista. Según expertos del Instituto de Psiquiatría Martínez Campos de Madrid, comerse las uñas está generalmente asociado a trastornos psicológicos, estrés o situaciones que afectan la emoción de la persona. También, funciona como un hábito que la persona ha asociado automáticamente con la tranquilidad, por lo que puede ser un rito inconsciente que nos hace sentir más seguros. En este punto, estoy de acuerdo. Una vez que los dientes desprendieron el trozo de uña reservado para la ocasión y que pulieron y emparejaron los bordes rotos, llega la tranquilidad. Uno se frota el dedo, limpia la saliva y sigue con su vida. 

Pero hay más definiciones y clasificaciones. Para la Asociación Americana de Psiquiatría, por ejemplo, comerse las uñas se alinea con los parámetros de un trastorno obsesivo compulsivo (TOC). También puede llegar a estar asociado a otro tipo de trastornos psiquiátricos, como el déficit de atención por hiperactividad u otros problemas de ansiedad. 

Según un artículo de la BBC que presenta una investigación realizada por la Iranian Journal of Medical Sciences, la onicofagia es un problema recurrente pero todavía no resuelto de la psiquiatría, la psicología, la medicina y la odontología, algo que demuestra que la cuestión atraviesa a más de una sola disciplina. Incluso Sigmund Freud participó durante su vida en el debate y describió al hábito como una fijación oral –un clásico freudiano– que se genera por una alteración en el desarrollo psicosexual.

Otras hipótesis apuntan a que comerse las uñas es un síntoma de que la persona que lo hace es demasiado perfeccionista. Según explicó Kieron O'Connor, profesor de psiquiatría de la Universidad de Montreal, al medio The Verge, el hábito puede ser una respuesta a diferentes frustraciones, entre ellas la incapacidad de alcanzar determinados niveles de perfección y detallismo en diferentes ámbitos de la vida. "El perfeccionismo es un elemento importante para entender el problema", asegura O'Connor.

En el centro de la cuestión, además, está la globalidad del problema. Seguro que usted conoce a más de tres personas que se comen las uñas. Incluso, seguro que conoce a más de cuatro o cinco. O seis. Esto concuerda con un estudio que presentó la Biblioteca Nacional de Medicina de Estados Unidos en 2016, en el que aseguraba que entre el 20% y 30% de la población mundial es adicta a esta práctica. Y que entre los adolescentes, el porcentaje asciende a 45%.

Tiene sentido. No recuerdo bien cuándo fue la primera vez que me arranqué un pedacito de uña, lo probé, me gustó y no paré, pero estoy seguro de que fue entre los 13 y los 14 años. La adolescencia: esa época tan maravillosa como complicada. Se deja atrás la seguridad de la niñez; empiezan los cambios físicos; la adolescencia ya no amenaza desde lejos, ahora está cada vez más cerca; y uno entiende que el mundo es bastante más feo de lo que pensaba. Y más lindo. Quizás, hubo un momento de quiebre en el que precisé oxígeno y lo encontré masticando uñas. Tal vez fue allí que encontré un escape necesario. No me había pasado en la infancia, algo que los expertos confirman como recurrente; lo adopté cuando crecí. Y todavía no me lo puedo sacar de encima.

Uno no puede estar orgulloso de que sus dedos estén destrozados. Sé qué antes dije que me gusta mentirme, decirme a mí mismo que no me gusta aunque me guste, pero no me gusta nada. No me gusta tener manos impresentables. No me gusta que mis dientes estén gastados de roer uña. No me gusta llegar a mi trabajo y no poder usar el teclado porque mis dedos están en carne viva. No me gusta tener que bajar la hinchazón de mis dedos llenos de pus, mientras aprieto los dientes y aguanto el dolor. 

Además, ¿la onicofagia no es, al fin y al cabo, un acto de autocanibalismo? ¿No me estoy masticando a mí mismo? Pienso en Raw, la película de terror franco-belga que retrata los inicios de una mujer caníbal durante sus veinte. Ella empieza con un dedo. ¿No es lo mismo que estoy haciendo yo, solo que unos centímetros más arriba?

Comerse las uñas es un hábito horrible y cada vez que puedo pasar un tiempo sin hacerlo –vaya uno a saber por qué– y logro tener dedos relativamente decentes, festejo y me palmeo la espalda. Bien, así se hace. Se puede. Pero luego siempre sucede lo inevitable y caigo en ese frenético y ya conocido espiral de autodestrucción. 

Sigmund Freud describió al hábito de comerse las uñas como una fijación oral que se genera por una alteración en el desarrollo psicosexual.

Es frustrante y doloroso, y también es un desastre para la salud. Hay un montón de bacterias, mugre y porquerías que entran a la boca por las manos. Comiéndonos las uñas construimos el puente que los gérmenes estaban esperando para entrar a nuestro cuerpo, y se pueden generar todo tipo de hongos en la boca o en las manos. 

Pero además de todas las cosas no agradables que ingresan al cuerpo, está el riesgo de dañar de forma irreversible la matriz de la uña, que es lo que está debajo de la cutícula y que permite que la uña crezca de forma regular. Si eso se daña, esta crecerá con irregularidades, deforme, más o menos gruesa y hasta dañada. Y nunca más se podrá tener uñas en buen estado. 

La onicofagia también produce alteraciones en los dientes y puede afectar la forma de la mandíbula; puede generar verrugas en las manos; deformar los dedos y causar un daño irreparable que, en situación muy extremas, puede terminar en una intervención quirúrgica o en la pérdida de la uña.

Es muy difícil dejar de comerse las uñas. El hábito está tan incrustado en la vida diaria de quienes lo hacen, que imaginarlo es casi utópico. Y resulta especialmente complicado porque en general se produce de forma inconsciente. Cuando uno quiere acordar, la mano está en la boca, la uña está mordida y los dientes ya no pueden parar. 

Sin embargo, los expertos aseguran que sí existen algunas medidas para palear este flagelo crónico que asola multitudes. Por ejemplo, existen algunos esmaltes con sabores desagradables e invisibles que sirven para intentar alejar las manos de la boca.

Si el hábito responde a un trastorno de ansiedad, se puede comenzar un tratamiento con fármacos recetados que ataque el verdadero problema. También hay determinados mecanismos que evitan que el consumidor de uñas se tiente, como utilizar guantes para lavar platos para evitar que las uñas se mojen y se ablanden. 

Aún así, para algunos los tratamientos son fútiles y la fuerza de voluntad no alcanza. Seguramente, si usted se come las uñas está leyendo esto con un dedo en la boca. Seguramente, yo esté terminando la nota haciendo pausas para morderme los dedos. Seguramente cuando llegue a mi casa y, mientras esté leyendo, mirando una serie o lo que sea, voy a empezar con el proceso otra vez. Ya dejé de pelear, ya me olvidé de mi madre pidiéndome que me saque el dedo de la boca, a las miradas asqueadas por mis manos o a mis amigos que me dicen que ellos tampoco pueden salir de ese décimo círculo del infierno.

Yo, como otros tantos en el mundo, soy un asesino serial de uñas, un comedor impulsivo (y compulsivo) sin remedio. Sí, puedo hacerlo más o menos espaciado para emparejar y que las consecuencias no sean tan desastrosas para mi salud y mi imagen, pero sé que tarde o temprano voy a volver a torturar mis cutículas, a masticar mis uñas y a escupir los cadáveres. No me entra en la cabeza que un día mis dedos estarán sanos; supongo que terminaré cerrando el puño, escondiendo con vergüenza la prueba de que no puedo abandonar un hábito que odio y que me encanta. Como hago ahora. Para peor, ya siento como el impulso está volviendo. Ya noto cómo la mano derecha, allá abajo, empieza a frenar el mecanismo que la obliga a subir, a llegar a la boca. Pero ella –la mano– y yo –el consumidor–, ya sabemos qué sucederá a continuación.

El Observador consultó a farmacias locales para saber qué tipo de tratamientos disponibles hay en Uruguay, y en su mayoría son esmaltes. La marca que predomina es Mavala, que tiene diferentes tipos de productos, como fortalecedor de uñas, esmaltes transparentes y amargos. A su vez, marcas como Sally Hansen tienen esmaltes que sirven para casos de restauración extrema, donde el daño es casi irreversible.