Artículos

Por qué el "sexo de reconciliación" no tiene sentido

Por Mariángela Urbina Castilla/ El Espectador | 9 Agosto, 2017 - 11:07
  • pexels-photo-289237.jpeg

Dice el filósofo israelí Aaron Ben Ze’ev que en esos casos el elevado estado de agitación que produce una pelea se convierte fácilmente en un estado de alta excitación.

Sucedió una única vez y quise replicar la sensación al infinito (sin éxito). Como me funcionó una vez, me quedó gustando. Pero la verdad es que el sexo de reconciliación es un desastre. Sexo y reconciliación no son dos palabras que deberían ir juntas. No tienen sentido, son una paradoja.  
 
Mi novio del momento estaba molesto, porque lo había dejado esperándome en una fiesta, en donde él no conocía a nadie. Mis novios, casi siempre extraños socialmente, no sobreviven con facilidad a este tipo de situaciones. Incluso, creo que alguno se murió ahí, en mi despiste absoluto y en su incapacidad para seguirle el ritmo al ritmo. 
 
Cuando llegué, no me hablaba. Le parecía desconsiderado que me demorara un ratico, porque no fue más de media hora, y la verdad es que todo el mundo había intentado hacerlo sentir en confianza. Me dio pereza demostrarle que estaba siendo dramático. Me dediqué a bailar, a disfrutarme la música y a coquetearle, por supuesto. En la madrugada nos fuimos a su casa y, aunque seguía sin hablarme, ya me daba besos. 
 
Besos con mordiscos. Mordiscos sutiles. Así eran. Esa noche nos vinimos al tiempo. Tan rico. 
 
Dice el filósofo israelí Aaron Ben Ze’ev que, en ese tipo de sexo, que los gringos bautizaron como make up sex (sexo de reconciliación), opera un mecanismo llamado transferencia. Eso significa que el elevado estado de agitación que produce una pelea se convierte fácilmente en un estado elevado de excitación sexual. “Cuando estamos emocionados por un estímulo, es probable que seamos fácilmente emocionados por otro. El sexo de reconciliación es considerado por muchos como el mejor sexo que existe, lo que en muchos casos hace que valga la pena la pelea”, escribió Ben Ze’ev. 
 
De acuerdo con su investigación, el sexo de reconciliación reestablece el vínculo entre la pareja, que durante la pelea se puso en peligro. Para algunos es un recordatorio de que, aunque existen los problemas, están juntos para acompañarse y eso es más importante que cualquier discusión. 
 
Suena maravilloso. Lo es técnicamente hablando. Sin duda, para mí fue un polvo memorable. Sin embargo, aquel momento épico, después de aquella fiesta, nunca más ha vuelto a replicarse, ni ese, ni nada parecido.
 
 
Es más, no volvió a pasar ni siquiera en esa misma relación. El sexo de reconciliación sucedió cuando tenía menos caos en la cabeza, menos años y muchas menos preguntas. De ahí en adelante, ante una pelea, empecé a necesitar respuestas, soluciones, acuerdos. Sexo no. O sexo sí, sexo siempre, pero después de dejar las cosas claras.
 
Por eso, para el psicólogo clínico Seth Meyer, el sexo de reconciliación debe, simplemente, evitarse. Esa sensación rica que me gustó y que empecé a extrañar tiene una explicación: Meyer cree que el sexo de reconciliación es una adicción similar a la de la cocaína, pues funciona como una solución inmediata a los desacuerdos, lo que, según explica, produce un grado mayor de insatisfacción. Además, acelerarse a tener sexo antes de resolver los problemas, muchas veces resulta en un episodio sexual desastroso, lo que empeora el problema. 
 
No obstante, aun siendo consciente de la teoría, aunque racionalmente sé que no es una buena idea, en la práctica he tenido ganas de no hacerme caso. Al verme envuelta en discusiones en las que me siento atrapada, o en donde no hay salida, me ha entrado el desespero por quitarme la ropa. ¿A cuenta de qué? ¿Si la discusión no tiene salida, por qué ese desespero por salvarla? 
 
Ahora bien, Meyers aclara que, si la discusión es sobre un tema menor, el sexo de reconciliación funciona bien solo para esos casos. Pero en este punto no le creo. Ninguna discusión es ligera. Todas las discusiones esconden asuntos que, si bien puede que no sean graves, deben dejarse saldados. A ver, voy a pensar en ejemplos de temas ligeros: ¿quién hace el desayuno de mañana? ¿Quién lava la loza? ¿Quién tiende la cama? Bueno, pues en países como el nuestro, donde las mujeres se encargan de casi la totalidad de las labores de la casa, esto no es asunto menor y no se resuelve con sexo, ni siquiera con los mejores orgasmos. 
 
La idea del amor también funciona como la cocaína. En últimas, lo que esconde el sexo de reconciliación es una incapacidad por mirar los problemas de frente y asumir que, si no se pueden resolver, hay que soltar, despedirse, decirle “chao” al amigo. Incluso, aquella noche en aquella fiesta, debí sentar un precedente y decirle “Oye, aprende a socializar con mis amigos”. Y esa incapacidad esconde dinámicas y prejuicios aún más perversos: la idea de que no podemos estar solas o que tenemos que aguantarnos lo que sea, con tal de salvar el amor. No tenemos que aguantarnos nada. A las mujeres nos achacaron la idea de la resistencia, de la entrega. Pero si las relaciones de pareja no son para acompañar, si no son para ayudar, no hay razones para desgastarse en ellas. 
 
El sexo nunca puede ser una nueva herramienta para lastimarnos o ponernos en una situación de mayor vulnerabilidad. Y menos durante una discusión, que es un escenario donde tenemos las emociones profundamente expuestas. Nadie debería tener sexo para dejar de llorar y ser felices por siempre. Primero, porque el “ser felices por siempre” hace rato que debimos reconstruirlo. Las princesas de Disney están mandadas a recoger. Segundo, porque si el sexo es el mecanismo para dejar de sufrir, estamos muy rotas entonces. No se vale con nosotras mismas. No podemos ponerle esa carga al sexo. Hay que tener sexo para sonreír, para gritar de la felicidad. Tener sexo para dejar de llorar no tiene sentido alguno.