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El yogurt: de la farmacia a la cocina del hogar

Por El Observador | 1 Junio, 2016 - 15:12
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¿Cuál es el origen de este popular alimento obtenido gracias a la fermentación bacteriana de la leche?

Hace mucho, mucho tiempo, en las farmacias se vendía una especie de leche estropeada que algunos médicos recomendaban a determinados pacientes. La tal leche se llamaba yogurt y era muy poco conocida en los países occidentales, en los que, desde luego, no había en los supermercados, donde había supermercados.

¿Hace mucho tiempo, de verdad? Pues, depende de lo que se entienda por mucho tiempo. Medio siglo, tal vez. Entonces también se vendía en las farmacias el té, la manzanilla y hasta el agua mineral embotellada.

Había lugares, eso sí, en los que la leche cuajada era un postre ancestral, como en el País Vasco. En la Europa oriental era distinto. Griegos, búlgaros y no digamos armenios y georgianos, eran devotos consumidores de este producto. Entonces empezaron a aparecer en la prensa fotografías de nobles ancianos del Cáucaso, armados hasta los dientes, y con enormes bigotes blancos. En el pie de foto se explicaba que por allá era normal llegar a centenarios y que el secreto de esa longevidad era el elevado consumo de yogurt que hacían esos señores.

La elaboración, distribución y venta del milagroso producto pasó de las farmacias a las multinacionales del sector lácteo. Por supuesto, había que vender la producción y ¿qué mejor publicidad que los centenarios armenios?

La gente, como siempre pasa, picó: y los yogures empezaron a ser habituales en las despensas. Lo único que había de cierto en todo ello era, primero, que a las gentes del Cáucaso les gustaba mucho el yogur; segundo, que por allá nadie llevaba la cuenta de los años que tenía; tercero, que el yogur, dentro de todo, era algo sano y hasta podía estar bueno en cuanto uno se acostumbrara al sabor de la leche agria. Y allá fue yendo el yogurt.

A alguien se le ocurrió que sí, que iba bien, pero que era poco variado. Pongámosle cosas, se pensó. Y llegó el yogurt con frutas, especialmente frutilla. Luego sacaron cuentas y vieron que era más barato prescindir de la fruta y usar en su lugar aromas y colorantes: y nacieron los yogures “de sabores”.

El yogurt se usaba en el postre. Pronto empezó a ser ingrediente de helados, de tartas. Tenía que saltar a la cocina. Y saltó. Para ello recuperó su imagen de panacea, infalible en una sociedad obsesionada hasta la histeria por lo “sano”. Al mismo tiempo, se demonizó la crema, que, seamos serios, es lo que está bueno.

Pero hoy muchos platos que antes se hacían con crema, se hacen con yogur. No es lo mismo, qué va a ser lo mismo, por muy cremoso que sea el yogur. Pero hay casos en los que funciona muy bien. Sobre todo, cuando a lo que sustituye no es a la crema tal cual, sino a la crema agria. Perfecto. Cosa, también, de Europa oriental: el bortsch, por ejemplo; o ese magnífico plato que conocemos como “un Strogonoff” (la grafía correcta, pasada letra a letra del alfabeto cirílico al latino, sería “Stróganov”). Una forma bastante satisfactoria de llevar el yogurt a la cocina; pero no hay que creer en que se va a llegar a centenarios por ello. Si se llega, será por varias otras cosas.