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El vino de Torrontés de refina
Enólogos y bodegas a complementan su frescura con añejamiento en barricas de roble, otorgándole al vino sensaciones especiadas y a vainilla.
Lo primero que hago a las afueras de Salta, camino a Cafayate, es entrar en una fonda con piso de tierra, pedir un vaso de Torrontés servido en jarra de barro y acompañarlo con una jugosa empanada salteña (horneada).
Salta es una provincia del noroeste argentino con secretos descomunales en todos sus costados. Salta Capital, por ejemplo, es una de las ciudades coloniales mejor conservadas de las Américas.
La provincia limita con Bolivia, Paraguay y Chile, y es, junto con Formosa y Misiones, la tercera más tropical de un total de veintitrés. Por ejemplo, algunos de sus cultivos incluyen caña de azúcar, banano, mango y tabaco, alto atípico en el resto del territorio.
Salta fue paso obligado de la corriente colonizadora que ingresó por el Camino del Inca, desde Perú. La otra lo hizo por vía marítima hasta Chile y de allí, cruzando los gélidos Andes, al eje central, con epicentro en Mendoza.
Su población aborigen, compuesta por atacamas y calchaquíes, tuvo estrechos nexos con los quechuas. Las tardes lentas y silenciosas del verano atestiguan esa influencia.
Su geología es rica en compuestos minerales y ofrece un paisaje de indescifrable policromía, en el que ocupan lugar preponderante las punas o mesetas de altura, salpicadas por grandes cactus, con edades centenarias. Las formaciones montañosas, rocosas y arenosas la semejan a un paisaje interplanetario.
Una amplia zona de lo que es hoy Cafayate, segundo centro salteño –situado en el sur y más cerca de la cordillera de los Andes–, contiene residuos marinos derivados del paso arrasador de las aguas, cuando el continente sudamericano se separó de África.
En las partes más fértiles se plantaron viñedos, dominados por una variedad descendiente de los primeros sarmientos traídos por los españoles. Es la Torrontés. Sus vides, de frutos aromáticos y rústicos se plantan mediante el antiguo sistema de parronales, cuyas altas ramas conforman un tejido vegetal para proteger los racimos del sol.
Los vinos presentan, casi sin excepción, un seductor perfume a moscatel, en el que sobresalen notorios recuerdos a rosas, lychees, pomelo, lima y limón. Pero lo más notorio es su retrogusto amargo, similar al producido por la cáscara de naranja cuando se muerde. Es una nota no muy apreciada por consumidores de otras latitudes, por lo que muchas bodegas, por razones comerciales, lo han moderado e, incluso, eliminado. Y esto representa el primer paso hacia el refinamiento.
A mí, en particular, me gusta el Torrontés tosco. Tanto así, que lo primero que hago a las afueras de Salta, camino a Cafayate, es entrar en una fonda con piso de tierra, pedir un vaso de Torrontés servido en jarra de barro y acompañarlo con una jugosa empanada salteña (horneada), cuyo interior incluye papa hervida, carne cortada a cuchillo, cebolla larga, huevo duro, ají molido, comino y pimentón.
Los más discretos sabores del Torrontés moderno han llevado a varios enólogos y bodegas a complementar su frescura con añejamiento en barricas de roble, otorgándole al vino sensaciones especiadas y a vainilla. He aquí su segundo toque de refinamiento.
Otro es el sometimiento de partidas especiales a una segunda fermentación, para logar un espumoso fresco y vibrante. ¿Y qué tal la propuesta de un Torrontés rosado con Malbec?
Y cuando el productor elige el camino de la sobremadurez, nos encontramos con un Torrontés dulce y sedoso, de cosecha tardía. Muy tentador para los sabrosos postres.
Cada uno de estos estilos predispone al torrontés a acompañar, desde empanadas, hasta ceviche, sushi, arroces orientales y comida india.
Como manifiesto de identidad, el Torrontés es para Argentina como el tinto Malbec. Una frase promocional acertó alguna vez al decir que “se necesitan dos para bailar un tango”.